Fue uno de los Dayub

15 noviembre 2024 6 minutos
Víctor Fleitas

Paranaense de pura cepa, Mauricio Dayub es algo más que un embajador de la ciudad en Buenos Aires. Su escritura y su vida han ido forjando una misma identidad. Su producción rinde homenaje al maestro que una vez le aconsejó: el poder máximo es llegar a ser el poeta que uno puede.

Mauricio Dayub es un respetado caballero de las artes escénicas de la Argentina. De inquebrantable tesón, ha decidido devolverle a la vida una caricia por cada gesto de indiferencia o minusvaloración que ella le dispensara. Ese recurso le permitió no inundarse de amarguras ante la desilusión ni narcotizar los instantes de éxtasis en su carrera.

Entre las volanteadas para procurar espectadores y el cartelito de ‘no hay localidades’, fue intentado edificar una alternativa por cada no y por todos los quién sabe que fue recibiendo desde que decidió probar suerte en Buenos Aires.

Orgullosamente paranaense, Dayub es un señor que no vivió en vano: fue modelando una experticia cuya descripción impacta al ser desgranada, pero que está estrictamente vinculada a la necesidad de haber tenido que aprender diferentes oficios para sobrevivir. Señalar que es consagrado actor, dramaturgo, director, productor y escritor, repasar la galería de trabajos realizados en la televisión, el cine y el teatro o detenerse en los premios obtenidos de la crítica especializada y el cariño del público, alcanzaría a conformar un perfil que acaso se completa si se añadiera que también fue vendedor ambulante en los colectivos, pintor de casas, extra cinematográfico y buscavidas.

“La tuve que sorprender a la suerte porque ella no tenía nada preparado para mí”, dijo un día, retrospectivo, mientras desmenuzaba con la yema de los dedos que no olvidan la obstinación con la que debió inventar cada uno de los episodios de una existencia que arrancó desbordada de anécdotas graciosas, de afectos especiales y de paisajes humanos forjadores de su personalidad, pero sin relaciones en el mundo del espectáculo ni el portfolio que suelen exigir los cazatalentos y los empresarios de lo seguro.

Mauricio nació el 28 de enero de 1960. Es hijo de Paulina y Miguel. En el barrio La Alcantarilla (hoy, 33 Orientales) nació, creció e hizo travesuras. En esa casa de proletarios emprendedores, sobre calle Libertad, cerca de las vías de un tren que no volvió a pasar nunca más, forjó un sueño de trascendencia sin saber cómo volverlo realidad.

Luego de una fugacidad santafesina, en CABA probó fortuna ante picaportes ajenos con la insistencia paterna y la agudeza materna, hasta que para abrirse camino cierto se animó a construir una puerta propia, hecha con los materiales y los oficios que fue juntando mientras vivía.

A pedido de Tekoha, Mauricio hizo un ejercicio de memoria. “Mi papá era muy sencillo y muy auténtico. Le gustaban mucho sus rutinas. No se dejaba confundir. Creía mucho en lo que pensaba de la vida. Socialmente era un tipo simpático y empático. En mi mamá se imponía la fuerza del trabajo, y el ingenio a toda prueba para que no faltara la comida. Traducía de manera simple las situaciones complicadas. Se divertía mucho de las pequeñas coincidencias cotidianas. Buenas personas ambos”.

Mauricio Dayub (64) tiene cuatro hermanos, seguiditos: Miguel Ángel (70, médico), Gerardo (68, arquitecto), Raúl (66, viajante) y Laura (61, comunicadora). Con Paula formó un hogar, en el que se crió Rafael.

Con cada mutis por el foro que le propuso la vida, a su trayectoria se le fueron añadiendo pequeños eventos cotidianos, que cobraron magnitud existencial gracias a que eran abordados en esa zona de la conversación con amigos donde las fronteras entre la pretensión psicoanalítica, la literatura, el cine y la filosofía de barrio se difuman para seguir siendo pregunta abierta, sin respuesta precisa, después de los brindis.

Algo de la lucidez de los seres humanos corrientes centellea en esas criaturas narrativas que creó Dayub, al filo de la realidad. En esos relatos, la historia como tal se completa en un mensaje que la pone en valor. Ese chisperío de entrecasa y sagaz, conecta a Mauricio Dayub con la escritura de Roberto Fontanarrosa, pero mientras al rosarino lo deslumbraban las reacciones de las personas ordinarias que invierten tiempo libre en charlas de café o lamen el sinsentido al costado de las canchas de fútbol en partidos de aficionados, al paranaense lo conmueve la bondad.

Cada cual a su modo, construyen tragedia. Pero en la obra de Dayub, el narrador es un arqueólogo que, en una época desquiciada, envilecida, ventajera, festeja el hallazgo de situaciones en las que sus protagonistas son nobles, desinteresados, esforzados que un día celebran y al rato se alejan tarareando Across the de universe, de Lennon y Mccartney, mientras el mundo se desploma, infectado de egoísmo y crueldad.

Propios de alguien que goza más con observar que en ser el centro de las miradas, sus escritos están alejados de alguna forma de ingenuidad. Dayub ha visto al costado del camino a seres aún con más talento que el suyo: creativos, soñadores, sensibles, derrotados o menospreciados por la platea de impíos que crea un catecismo y lo impone. Siente que ha sido tocado por la varita, pero no traduce esa convicción en un alegato impostado a favor de una vacía esperanza individualista. Convive con la paradoja de haber sido salvado; riega esa semilla, línea por línea, un ensayo tras otro, y lo que brota del travelling es la mueca grotesca de la cultura reinante, un gesto del absurdo sentido común.

Salir del encierro, abrir la puerta sin llave de la cárcel a la que nos acostumbramos, animarse a ser de una pieza, a representarse a sí mismo, a intentarlo con herramientas propias: ese es el programa que propone Dayub. Y, si el abracadabra no funciona, al pasar la gorra quedará la chirola de haber vivido como se quiso.

Con esas evanescencias, Mauricio Dayub armó El amateur y El equilibrista y, más acá en el tiempo, Alguien como vos, en sus versiones libro papel y videocuento, producido por un equipo de ingeniosos del que sobresale el paranaense Gito Petersen.

En esas secuencias galácticas, ciertas e increíbles al mismo tiempo, hay espacio para una filosofía en zapatillas. En esas postales de un memorioso, las preguntas van y vienen, sensibles, intimidantes: qué es la felicidad y qué la vida; en qué consiste ser un maestro; qué dicen de nosotros los objetos que atesoramos; qué implica triunfar; cuánto nos define aquello extraordinario que hacemos porque sí; cómo se cristalizan las nociones en torno a la justicia familiar; cuál es la recompensa de arriesgarse a ir en contra del tráfico, son acicates de reflexión, que invitan a ser conscientes de lo asombroso que cada tanto nos sucede, en medio de las crisis; o de algunas coincidencias que convierten a lo que nos pasa en elemento de una historia de película.

En el péndulo que une la vida y la ficción, Dayub deja que las historias leven antes de hornearlas. Disfruta de darle tiempo al tiempo. Y en medio de tantas conexiones entre lo que fuimos y lo que somos en realidad, debajo de las máscaras, nos inquietan interrogantes simples: cuántas veces nuestra mente construye certezas con verdades que no lo son o qué distinta sería la existencia si el destino se pudiera adivinar.

El mundo es de los que se animan a perder el equilibrio, desafía Dayub, que recuerda como lo hace un dramaturgo y, en ese sentido, no narra solamente, no se limita a evocar; sino que desmenuza, analiza, caracteriza, subraya, ordena, hasta que por fin tensa el nervio dramático.

Si hay un valor agregado en sus relatos es que nos convida con lo que la época no tiene en demasía: la receta de la empatía, la certeza del cariño, el combustible de la garra, el valor del empeño, los desafíos de la disciplina, el impacto de la fuerza de voluntad, el eje existencial que significa mantenerse leal a un sueño.

Revisada la galería de personajes retratados, queda la impresión -entre otras cosas- de que Dayub escogió a aquellos adultos que le hubiera gustado ser, que es como rendir homenaje a las personas que lo inspiraron.

Cuando se cuente su historia, los más certeros dirán que Mauricio encontró el modo de darle a la vida una solución hermosa. Otros, simplemente, repetirán la acusación aquella de cuando una picardía suya derivó en un accidente de tránsito, en una Paraná que él mantiene viva en su memoria: fue uno de los Dayub.

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