De un abrazo de las compañías Teastral, de Paraná, y Desde el pie, de Chajarí, surgió la obra de teatro El cielo es de quien lo vuela, que se ofreciera en la capital provincial con una emotiva recepción de parte del público. Más allá, incluso, del bien acogido producto, la alianza permitió una puesta en circulación de saberes y oficios que enriquecieron la experiencia de ambos grupos.
“Desde hace rato que tenía ganas de trabajar con el Tete”. La expresión de Marcos Retamozo se filtró entre los aplausos del final de la obra El cielo es de quien lo vuela, que acababa de ser puesta en escena en Casa Boulevard. El artista le hablaba al público que sonreía agradecido, ante el haz delator de las luces de sala. Retamozo se refería a quien estaba a su lado, el director, Ezequiel Caridad.
Más allá del cumplido, la frase implicaba una ponderación pública de la riqueza de los procesos creativos. Era una puesta en valor de la parte sumergida del iceberg escénico.
Es que la historia de una aventura teatral terminada está hecha de una larga sucesión de charlas previas; de sesiones de improvisación donde las ideas originales se deconstruyen para salir fortalecidas; de ocurrencias que se pulen o van quedando descartadas; de provisorios textos escritos u orales que se prueban, se corrigen, se tachan, se sintetizan; de las proposiciones abstractas que en sucesivos tamizados se convierten en acción; de las métricas de lo dicho que deben acompasarse al ritmo de los cuerpos en movimiento, a la música incidental, al dispositivo lumínico, a los artefactos escenográficos.

Pero si algo se aprende en el camino, más allá de lo estrictamente artístico, es a buscar la manera constructiva de corregir, a gestionar la frustración, a materializar una voluntad, a tomar las riendas para controlar la ansiedad, a desarrollar un tipo de discernimiento que morigere el disfrazado capricho, a abrirse a la mirada de los otros, a dejar reposar las situaciones y a evitar enamorarse de un vacío ensimismamiento.
Esa corriente entre dos costas que fue moldeándose en encuentros cara a cara y en clínicas virtuales, acortaron los 345 kilómetros existentes entre Paraná y Chajarí y fue una aplicación concreta del título de la obra: El cielo es de quien lo vuela.
De ese modo, mientras Retamozo reconocía a Caridad por no haber cedido a las dificultades evidentes y haber apostado a que un sueño podía ser convertido en realidad, el público premiaba con algarabía el resultado de aquel encuentro. Esa atmósfera de congratulación general parecía estar hecha de la misma madera; sin embargo, en algún punto, el cauce se arremolinaba y se volvía dual.
A esa conciencia profunda y sutil, multidimensional, que va más allá de lo que captan los sentidos cuando se posicionan ante lo materializado en una sala, se pudo haber referido Celedonio Flores cuando pergeñó aquella advertencia: “no toda es vigilia, la de los ojos abiertos”. A la frase la pudieron haber repetido al unísono Retamozo y Caridad, mientras se miraban a los ojos y se felicitaban, pensando en la amistad, el compañerismo, la lealtad.


Antes de los homenajes, desde los reinos del clown y la prestidigitación habían llegado noticias de ilusiones que buscaban batir las alas y conocer otros cielos, ambientadas en postales circenses, repletas de elementos singulares y de elaborados dispositivos escénicos. El portador era Retamozo. De su mano, el equipo ofrecía un repertorio que integraba recursos de la pista, la calle y la sala. Las situaciones generaban risa, las intervenciones actorales eran seguidas con palmas y, de postre, la sorpresa de los actos de magia y los detalles escenográficos sostenían el interés sobre lo narrado.
Como no hay soñadores sin su antítesis, en la trama aparece también la autoridad disciplinante, el poder esclarecedor o la supuesta experiencia intentando moderar la fantasía, bajar de un hondazo lo utópico, cantarle las cuarenta a la ilusión. Incluso las antinomias son planteadas con desenvuelta comicidad. Cada tanto, entre número y número, el protagonista del unipersonal dejaba sembrada alguna idea movilizante en torno a la experiencia de volar y al valor de los sueños, seguramente en diálogo con el libro de Guillermo De Posfay cuyo nombre es el de la obra que inspiró a Retamozo.
Pero lo que domina el panorama son las escenas abiertas, sin parlamento, de un trabajador que empezó de abajo pero que imagina en grande. El esfuerzo dramático está puesto en construir las secuencias que mantengan animada a la platea para que, desde esa situación de placer, cada espectador pueda conectar con su experiencia y sensibilidad, su ideología, su capital simbólico y, así, pueda simplemente divertirse con un humor blanco o proyectarse a un análisis más crucial de su propia realidad.
Una primera impresión es que estos guiones pueden romper con la fantasía de la dramaturgia tradicional que cree controlar el sentido del mensaje al producir parlamentos sobreabundados e hiperprecisos. Aquí, en El cielo es de quien lo vuela, pareciera que quien escribe la obra, aceptara que irremediablemente, cada asistente hará lo que pueda o quiera con lo que ve y escucha.
Uno de los logros de la puesta, de su paleta de ritmos, es que el carrusel de escenas logra conformar las condiciones básicas para que los espectadores construyan un aquí y ahora idílico, es decir, que suspendan por un rato los mandatos del personaje que han creado como estrategia de supervivencia y se entreguen al juego teatral propuesto. Que puedan experimentar la sensación de volar, en definitiva.

Este acuerdo es el motor de toda obra: si esos lazos pragmáticos con la realidad cotidiana del espectador no quedan suspendidos es difícil que la ficción haga su trabajo: dialogar, animar, convencer, proponer.
En El cielo es de quien lo vuela la música ha sido seleccionada con esmero y eficacia y es otro de los aciertos. Cada elección dio en el blanco: denota un conocimiento de las posibilidades y un adecuado diagnóstico de la función que el recurso debe cumplir en cada caso.
En los zapatones de los distintos personajes que interpreta, Retamozo honra un oficio antiquísimo que lleva a que las escenas se desarrollen sin apuro ni demoras innecesarias, a un tempo que mantiene el lazo comunicativo con la platea. Hay una cronocidad de azahares en el despliegue de los momentos.
Así, mientras se regodea en ser parte de una atmósfera efímera, el público en El cielo es de quien lo vuela se enfrenta al dilema del conservadurismo que, según la Real Academia, es la tendencia a preservar valores y principios establecidos, no importa si la postura vuelve felices o desdichados a sus portadores. Es que en cualquier posición nos puede sorprender la inquietud por nuestros sueños, por ejemplo para determinar si son efectivamente nuestros o nos los han legado y los atesoramos como una deuda a pagar. De hecho, puede frustrar más una meta ajena efectivamente alcanzada que una quimera crepitante que insiste en alejarse un poquito cada vez, apenas nos acercamos.
En fin, El cielo es de quien lo vuela puede haber transmitido la idea de que soñar, no entregar las alas ni rendirse, es tan significativo como preguntarse cómo hacer para alcanzar la ilusión, modelándola a escala humana. Aunque también puede haber servido para pasar un buen rato disfrutando de las habilidades de un artista que hizo brotar una historia de su propio cuerpo, con la que rieron y se emocionaron públicos de muy distinta edad y condición. Nada mal para una obra de teatro.