Como el sol entre las nubes, el grabador Guillermo Hennekens juega a integrar sombras, volúmenes y atmósferas para comunicar ideas y emociones sobre el papel. Mediante las artes visuales, busca retener la cinética de una imaginación frondosa. Tejedor de desafíos, actualmente está integrando otros lenguajes que multipliquen la percepción sensorial de la obra desde su concepción.
A los 5,5 kilómetros que separan su residencia del taller los tiene grabados sobre piedra en la memoria. Pero se las ingenia para que de lunes a sábado el diario viaje sea diferente: en procura de otra definición, una vez edita la matriz, que puede ser de madera, de metal o de piedra, aunque siempre vaya buscando un borde ribereño; en otras ocasiones puede alterar los colores del paisaje urbano vegetal o sorprenderse con la insistencia casual de primarios o secundarios en la secuencia semafórica. Por cierto, también tiene la alternativa de cambiar la textura de la atención para hacer copias en distintos tipos de tela o papel.
Travieso, Guillermo Hennekens disfruta de la trampa que le hace a la existencia metódica, desde el mínimo detalle, como elegir por dónde ir y venir. Entonces, vuelve a ser un niño que juega con formas. Se ensimisma y escapa al crear intensidades coloridas que integra a nubes monocromas que viajan por un cielo de papel.
El artista visual está integrado a la idiosincrasia de Paraná desde las épocas en que lucía unos oxfords juveniles que desafiaban el conformismo. Trajo de Rosario su rojinegra manera de vivir el fútbol, una cultura de clase media inquieta y el deseo de dedicarse al arte. Llegó con su hermano, Gustavo, ambos aferrados al delantal taquígrafo de su madre, para asumir los riesgos de una generación provocadora. Entre el litoral argentino y el exilio mexicano fue delineando una forma de hacer que supera lo que se exhibe en las muestras pero que de alguna manera confluye en ese estuario de prensas, planchas y abstracciones tintas estampadas en láminas.
Si para transmitir ideas y emociones eligió valerse de texturas, formas, colores y líneas que representaban una realidad visual simplificada, con los años la exploración con los contenidos y los continentes de esos mapamundis etéreos lo llevaron a itinerar por el agua de imágenes retocadas, el aire pentagramado de las melodías, la tierra fértil de la documentación y el fuego volcánico de la pintura.

Las bidimensiones de los planisferios que cuelgan de las paredes de su taller, certifican que Hennekens no ha vivido en vano, pero a la vez proyectan un arte en fuga que integra otras cartografías de la comunicación contemporánea.
En esa peculiar noción de lo mestizo, buscó menos la perfección que la originalidad. Lo habitan cartas náuticas curiosas a Hennekens, planos de la emoción, ocurrencias fantásticas. A veces se presentan como referencias geográficas y vivenciales. En otras, son georamas testimoniales, cuya compleja sencillez anatómica va quedando a la vista en el repaso de las copias que hicieron brotar la versión definitiva.
Hoy, después de la entrevista con Tekoha, buscará en la evocación de gubias, bruñidores y rodillos certidumbres de que no le ha quedado nada en el tintero durante el intercambio.
A esa hora, los mates serán una historia evanescida y el gato ajeno, que miraba a través de la puerta balcón, una postal más del invierno en retirada. Sobre el tablero, seguirán firmes los lápices, pinceles y espátulas, que esa tarde permanecieron quietos en una vía láctea que giró sin cesar al ritmo de la capacidad del anfitrión para hilvanar anécdotas y construir relatos.
A la hora del adiós, Hennekens saludará con la mano desde la puerta de ingreso. Le corresponderán desde el auto, que más tarde se perderá en una nube de polvillo caminero.
“Non finito”, balbuceará, luego de reponer la música en segundo plano que los comunicadores le sugirieron acallar. Y tendrá razón porque en la entrevista -como en el arte- es mejor aceptar que la obra siempre será inacabada. La conclusión lo tranquilizará. Después de todo, no es más que el Continuará de las historietas infantiles que lo empujaron a intentar lo que ha logrado con años de insistencia: ser un artista visual reconocido y respetado.
–¿Había prácticas artísticas en la familia?
–Al menos no de manera evidente. Como era costumbre, mi mamá de niña aprendió a tocar el piano y a pintar. Ella y su hermana. En Rosario, mi hermano Gustavo y yo tuvimos mucha influencia de mi tía materna, la llamábamos Lela, y de su esposo, mi tío político, José Carlos González, a quien nombro porque hay una generación que más tarde lo tuvo de profesor en Ciencias de la Educación. Estamos en los ’60 y ellos eran estudiantes de Filosofía y Letras. Así que vivimos con intensidad la movilización y el fervor en torno al Rosariazo y al Cordobazo. De manera que la cuestión política nos atravesó a los dos desde entonces. Mi tío era amante del cine. Trabajaba de publicista. Hizo un par de películas. Se exilió en México, durante 8 años. Él y mi tía fueron una influencia cultural, además de pilares afectivos.
Mi abuela era la que insistía para que estudiemos otra cosa, además de la secundaria. En la actual Escuela Provincial de Artes Visuales General Manuel Belgrano había un curso, de noche. En aquel entonces estaba en San Martín y Tucumán.

–¿Pero ya dibujabas?
–Siempre garabateé. Tenía facilidad para el dibujo, Me gustaba. Leía mucho cómic, que le decíamos historietas. Copiaba, pero no era fanático del dibujo. Era un hobbie, en soledad. A Artes Visuales íbamos de 19 a 23. Era un mundo nuevo para mi hermano y para mí, porque era gente grande la que iba a estudiar, que ya había probado otras carreras. Portaban una experiencia que nos interpelaba.
Nos enganchamos mucho con la calidad de los profesores, que además eran artistas. Entonces, estaban las clases y la invitación a las muestras, en una ciudad muy activa. Fueron dos años y pico determinantes.
Cuando vinimos a Paraná, mi hermano dejó. A mí me llamaba la atención, pero no veía cómo iba a vivir de eso. Así que fui por Arquitectura que, en ese momento, sólo se cursaba en la Universidad Católica de Santa Fe.
–¿Te hallaste allá?
–Pienso que haber estado en la época de la dictadura dificultó la conexión con la ciudad. En la UCSF se percibía que el interés supremo era cobrar la cuota. No me quedó una linda sensación de la facultad. Los mejores profesores pasaron luego a la estatal, cuando se abrió lo que hoy es la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UNL.
–¿Cómo te sostenías?
–Trabajaba en el Correo. Me pagué los estudios de esa forma. Pero era la carrera la que no me gustaba. Muchos docentes venían de la Escuela Industrial Superior. Nada que ver conmigo. De un día para el otro corté y no volví nunca más. Mi idea entonces fue retomar dibujo y grabado. Ahí conocí a Tati Zapata, en Paraná, y a Oscar Luna, un gran docente en el Liceo Municipal de Santa Fe, en ese momento cercano al edificio del Correo. Estos nombres fueron muy importantes en mi vida.
La situación política y social hizo que en 1980 decidiera irme a México. Allá estaban mis tíos, los de Rosario, desde 1976. Me animaron. En aquel país las artes tienen otro desarrollo, aunque en nuestra visión europeísta, limitada, el arte de ellos parecía algo secundario. De hecho, en Historia no se estudiaba el arte prehispánico.
–¿Qué hacía tu tío en México?
–Trabajaba en el Museo de Arte Moderno, que tiene la dimensión del de San Pablo. Yo tenía 23 años cuando viajé, contaba con conocimientos del grabado, el dibujo, de la pintura, pero sin recorrido. Entonces, empecé a estudiar en el taller de un exiliado uruguayo que se llamaba Anhelo Hernández.


–Anhelo.
–Sí, hijo de padres anarquistas. Militante del Partido Comunista, se escapó de manera milagrosa de la dictadura uruguaya. Le alcanzaron a avisar que lo estaban esperando en su casa y fue directamente a la Embajada de México. Pidió asilo, se lo dieron, pero se demoró el salvoconducto; así que vivió seis meses en la biblioteca del embajador que era el único lugar donde podían dormir los que querían irse del país por cuestiones políticas. Era eso o caer preso en Montevideo. El salvoconducto llegó y se fue a México. Era el año 1976, así que cuando yo lo encontré en 1980, él ya era un artista instalado, con cierto prestigio.
Su taller era impresionante. Estaba dentro de un taller de artistas. Nunca había conocido algo así. Se llamaba Taller de grabado del molino de Santo Domingo. Era inmensa esa vieja fábrica harinera. La subdividieron en pequeños estudios, que ocuparon artistas de renombre. Hernández tenía un espacio muy bien equipado, ahí me fui anoticiando de equipamiento entre prensas caligráficas, litograficas y también de papeles especiales para grabado. Era lo que había soñado y en cierta medida lo que había imaginado cuando escuchaba a Zapata y a Luna, cuando todavía no me había ido.
Éramos varios trabajando. Me sumé. Hice una serie de grabados de lo que me queda el recuerdo porque por suerte a casi todos los vendí. El conjunto tenía 25 monocopias y se llamó La hierba roja, sobre la base de la novela del escritor francés Boris Vian en la que una máquina del tiempo permite volver sobre eventos de la vida individual, para intentar cambiarlos, en un guiño al psicoanálisis.
–¿Cómo resolviste la cuestión económica?
–Di clases a niños y adolescentes. Trabajé por períodos cortos en el Museo de Arte Moderno y otras cosas. Durante tres años también fui parte de un equipo en una editorial que hacía libros escolares para chicos. Allá los libros de texto son de carácter gratuito en establecimientos públicos. Muy buenos, de bajo costo de producción, se distribuían en todo el país. No obstante, las escuelas de clase media para arriba eran privadas. Yo trabajaba en una editorial que hacía libros para ese sector de alumnos. Trillas, se llamaba. Ahí arranqué siendo dibujante creativo: debía proponer ilustraciones para distintos contenidos, por encargo; recuerdo una serie que hice sobre relatos de María Elena Walsh. Después circulé por varios departamentos, siempre trabajando en equipo, con escritores, diseñadores, correctores, publicistas, fotógrafos. Fue muy rico. Pero cuando volvía a casa no tenía ánimo ni tiempo para pintar. En fin.
A esas instancias las pude incorporar al currículum, pero título no tengo. Cuando regresé al país valoraron esas experiencias. Debo agradecer esa generosidad, junto a la de tanta gente que me integró a equipos y me permitió seguir aprendiendo.

–Pareciera que le fuiste escapando a la docencia…
–Después le agarré la vuelta y me gustó. Al volver a Argentina, evité las ciudades grandes, como Buenos Aires, porque en esos lugares hay una gran inversión en tiempo improductivo. En Paraná, después de un año sabático y no tanto porque ilustré en la Colección Pajarito Remendado de Ediciones Colihue de Buenos Aires y en la Editorial de Entre Ríos, recién fundada, nació mi hijo y en paralelo surgió la posibilidad de trabajar en Comunicación Social junto a Carlos Reinante, que había sido profesor mío en Santa Fe. Él era brillante, un arquitecto con una formación artística muy sólida: gran profesor de la Historia del arte y la arquitectura.
Simultáneamente, junto a María Elena Lothringer, Yolanda Jávega y Daniel Rochi, trabajé en Nuestro lugar, un mítico taller que integraba las artes: plástica, literatura, expresión corporal y música. Recuerdo que Walter Heinze y el Negro Aguirre también estuvieron. Por 20 años se sostuvo esta experiencia.
MANOS A LA OBRA
–¿Qué lugar tiene el grabado en el concierto de las artes plásticas o visuales?
–Siempre fue considerado un arte menor. La historia del arte se rige por la pintura, la arquitectura y la escultura. El grabado, como modo de registro y producción de una obra múltiple, se revitalizó y fue reconocido como un arte mayor a mediados del siglo XX, cuando se dedicaron a él artistas como Picasso o Dalí, algunos franceses y norteamericanos.
–¿Qué atractivo ejerce sobre vos?
–Siempre me atrajo el olor a tinta y la posibilidad de transmutación en el transcurso de la obra, el dibujo trasladado a la madera, piedra o metal y posteriormente al papel para multiplicar su difusión. El grabado fue una especie de hermano del libro, de la reproducción infinita del texto escrito. Los naipes, que tienen un origen árabe u oriental y que en Europa sirvieron para el juego, eran grabados. De hecho, en los dibujos de las cartas españolas las líneas son negras y a esa base se la coloreaba. Con las estampitas religiosas era igual.
Antes de la imprenta, se grababa texto e imagen y las copias se difundían, popularizando saberes. Cuando aparece la imprenta, el procedimiento se simplificó y las reproducciones fueron infinitas, generando con el paso de las generaciones la revolución silenciosa de la que habla María Ledesma. De manera que el grabado y el libro ayudó a romper los compartimentos estancos entre lo culto y lo popular. No por nada, cuando los conquistadores españoles llegan a América traen, junto a la Biblia y la espada, la imprenta.
Lo he pensado varias veces y creo que la nobleza del material, el blanco y negro, el soporte papel y el modo en que saben al tacto y al trazo sus diferentes calidades, los tipos de prensa y el aroma a tinta, fueron armando un paisaje en el que me siento a gusto.
A las prensas que tengo conmigo, en Paraná, le agrego una litográfica con la que me encuentro cuando voy a un taller a Buenos Aires, desde hace 14 años.
–¿A eso estás dedicado ahora?
–Sí, es una técnica que viene del plano, pero es más compleja. Sirvió para todo lo que se editó en imagen en los siglos XVIII, XIX y XX en Europa: era lo más parecido a una fotografía. Siempre quise estudiarlo y a eso estoy abocado.

–¿Cómo reconocés el valor en un grabado?
–Lo bueno del arte visual es que no lo podés medir. El tiempo va dando su veredicto. Marca la calidad de un artista o de una obra. Pero un trabajo fantástico pudo haber sido hecho por un niño, más allá de que en general a eso no se llama arte, en virtud de las convenciones existentes en torno a lo trascendente, a lo espectacular, a lo único. Definir esa riqueza termina siendo un asunto subjetivo.
Hoy tenemos por cierto que el arte puede ser un territorio anticipatorio, lo que se llama vanguardia.
–¿Y qué contaron las vanguardias del siglo XX?
–El surrealismo, el dadaísmo, el impresionismo alemán, el futurismo italiano mostraron lo que se venía, un nuevo lenguaje: las guerras, la transformación social, las revoluciones. Rompieron el paradigma del siglo XIX con su anhelo de ilustración, de la mímesis, la copia del natural, la imagen ideal del romanticismo. El collage, la ruptura de la convención que se expresa en el orden sujeto/verbo/predicado se muda a un escenario de palabras o imágenes aparentemente sueltas, pero que guardan un sentido.
En el momento indicado el arte contemporáneo, que ya lleva medio siglo de vigencia, se despojó de esas vanguardias y hoy debate en torno a las distintas nociones de valor que una obra puede encerrar (artístico, económico, simbólico), tal como se ve en las bienales.
En todos los casos son apuestas cuyo valor vanguardista se puede evaluar desde la perspectiva que dan los años. No sirve tratar de adivinar el futuro. No hay una medida universalmente aplicable, insisto. El artista intuye, pero no todas las intuiciones son consideradas socialmente válidas. Algunas obras son mejor apropiadas que otras en una época determinada y eso responde a factores objetivos y también subjetivos, coyunturales.
–Exhibir una banana pegada a la pared con cinta adhesiva gris, pagar una fortuna y comerse el fruto delante del público…
–Sirve el ejemplo, Lo tradicional es que al precio de una obra de arte lo determine una combinación de factores que incluyen la reputación del artista, eventualmente la autenticidad y calidad de la obra, el estado en que se encuentre, y también el interés del mercado. Los expertos sostienen que la técnica, el tamaño, la temática, la historia de la pieza, su procedencia, influyen en los precios de referencia.
Lo que a veces sucede es que se impone el deseo de eventuales compradores en demostrar que cuentan con el dinero para hacer lo que quieran. Y artistas que no tienen problemas en moverse en esa zona y a su manera plantean la discusión sobre el valor. Estimo que algo de eso ocurrió con Comedian, la obra conceptual cuyo autor es el artista italiano Maurizio Cattelan. Así, lo que no tiene un gran valor estético (como pegar una banana al muro), puede tener un sensacional valor económico. En las bienales se suelen ver muchos ejemplos por el estilo.
Cattelan irrumpió con otra provocación alucinante: la serie Bones propone una pared de paneles de acero inoxidable recubiertos en oro de 24 quilates, perforados a balazos. Es una manera de aludir a la banalidad del arte contemporáneo y la presencia del crimen -a través del lavado de dinero- en el panorama actual.
Otro ejemplo, en Colombia, en los 80s, había un artista emergente. Sus cuadros eran pintados en tela sobre caballete, al modo tradicional, para adornar de manera distinguida el living de un señor o señora rica, en un contexto en que el fenómeno narco se había convertido en un fuerte impulsor del mercado del arte. Cattelan, de algún modo, subraya esta farsa.

–En tu rutina productiva, ¿primero está la idea y después buscás cómo plasmarlo o sos más intuitivo de arranque?
–Varía. Ahora estoy ocupado con una historia apasionante: las fugas de presos políticos en la Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia. Todo surgió a partir de una invitación que extendió el Centro de Edición, al que asisto en Buenos Aires. Es un espacio hermoso, enorme, siempre lleno de gente trabajando, Cada tanto, organizan muestras, dos o tres al año, nacionales e internacionales.
–En qué material trabajan la litografía?
–Sobre piedra. Se dibuja, se aplica un proceso químico complejo y finalmente se imprime sobre papel. Tenemos a disposición técnicos maestros que ayudan a subir la piedra a la prensa, a preparar los ácidos, a entintar y finalmente a editar.
Las muestras son itinerantes y colectivas. Estuvimos en Salta, Bariloche, Córdoba, Buenos Aires, Jujuy, Paraná, por supuesto. Y viajamos por Estados Unidos, Europa, México. En tres oportunidades fuimos a Tierra del Fuego, al Museo Marítimo y del Presidio, en un pabellón donde a cada artista le toca una celda para exponer.
La segunda vez que asistí fue en 2022, después de la pandemia. A mi trabajo lo titulé Sueños y tenía que ver con las fantasías de quienes estuvieron presos en esas condiciones terribles. Era una faja que cubría todo de lado a lado, colocada a la altura de la ventana, de litografías con intervenciones color. Monocopias y estampaciones. En 2023, el motivo que elegí fue La fuga.
–¿En qué te inspiraste?
–Leí bastante. También vi una serie documental de cuatro episodios en Canal Encuentro, que se llamó “Presidio. Experimento Ushuaia”. Los condujo el periodista Ricardo Ragendorfer. El penal funcionó en Ushuaia entre 1902 y 1947. Lo construyeron los mismos presos. Fue destinado a delincuentes comunes reincidentes y de la más alta peligrosidad. También se la usó para presos políticos. La extrema dureza de las condiciones climáticas y el aislamiento geográfico de la ciudad más austral del mundo reforzaban la seguridad del presidio. Sin embargo, hubo fugas. Una de ellas, la del anarquista Simón Radowitzky, en 1919; la de un grupo de radicales en 1931 y la de los peronistas que cayeron en 1955, como Héctor J. Cámpora, Presidente en 1973, o John William Cook, secretario privado de Juan Domingo Perón. Me pareció que, con todas sus diferencias, había algo que reunía a esas tres fugas.
Ahí no hubo intuición artística. Empecé a unir datos, situaciones, personajes. Me zambullí en un mar de cosas que me encantan: la política, la historia y los mapas. En alguna época viví en Río Gallegos, por el trabajo de mi padre, de manera que también hubo cierta conexión geográfica.
–¿En qué consistió la obra?
–En mapas, fugados y personajes. Fechas. Palabras sueltas. Me gustó. Fue bien recibida.
En definitiva, está buena la intuición, de la que se puede partir para construir algo más complejo. En este caso, hubo que pensar la historia y cómo contarla, luego de producida la documentación. Operamos sobre la propuesta estética. En la aventura involucré a Pablo Zubizarreta, que es músico y editor de videos, y a Ivo Betti, que es un gestor cultural y un fotógrafo profesional, que trabaja con cianotipia y clorotipia. Esta perspectiva generó ir más allá en el trabajo, mostrar el trasmuro del presidio visibilizando el exterminio del pueblo originario selk’nam (ona), objetivo claro de la conquista patagónica.
–Hay diálogo de lenguajes, entonces…
–Me pareció bueno reunir al grabado, el videoarte, la música en vivo y la experimentación fotográfica. Al integrar las ideas, lo llamamos Sueño de fuga, fue la muestra que presentamos en junio, en Proyecto Erarte.
Creo que esa fue una gran idea: pensar lo estético bajo un concepto que integra la técnica, las herramientas, las matrices, la impresión y la edición, pero a la que se agrega el espacio, el tiempo, la música, los sonidos, imprimir sobre piedra, sobre vidrio, sobre tela. De esa manera planteamos que el arte contemporáneo también puede estar jugando en coordenadas con mayor profundidad política.

CEPAS
–Comentaste hace un rato que decidiste vivir en Paraná. ¿Sentís que hay algo de provincianía en tu obra?
–Francamente, no. Al principio hice algo que podría caracterizarse como provinciano, en el sentido de local, vinculado al río. Pero no me terminó de convencer. No es un costado que tenga clausurado; cada tanto aparece alguna atmósfera paisajística, pero no es lo habitual.
Me ha pasado que una idea arranca en el horizonte del Thompson, pero luego, al quedar plasmado, la obra se hizo abstracta y así quedó.
Creo que Paraná es una ciudad fantástica para vivir y trabajar, hay tiempo y los lugares significativos, como Buenos Aires, quedan cerca. Siento que residir en las grandes ciudades tiene su atractivo, pero también te quita mucha energía.
Por otro lado, desde que regresé, hace 41 años, Paraná cambió mucho. Es una ciudad notablemente más activa desde el punto de vista cultural: hay mucho teatro, música, mucha plástica, gente que estudia, produce y escribe, se edita. Lo que también sucede es que la nuestra es una sociedad a la que cuesta reconocer el trabajo ajeno. En ese sentido estoy convencido de que las dos universidades, UNER y Uader, hicieron aportes sustantivos a la comunidad y los egresados generaron nuevos espacios y alternativas.
–¿Tenés racionalizado cuándo una obra está terminada?
–No. Por ahí veo una versión definitiva y advierto que, si quisiera, podría seguir retocándola. Me acostumbré a vivir en medio de esa incompletud. Le debe pasar lo mismo al que escribe o al que filma. Así es la creación.
Lo que te da una medida es el contacto con la gente. El público suele ver cosas que el artista no percibió o reconoció. Entonces, cuando el artista comprueba que una obra suya conmueve, puede llegar a entender que está bien así como luce.
–La incorporación de colores al monocromo. ¿te parece una estación potente en la que te querés quedar o sentís que es pasajera?
–No, el color es una aventura que está muy en proceso. En las exposiciones colectivas que he hecho últimamente, todas han sido con mucho color porque trabajé en ese sentido, sumando incluso colores poco frecuentes. En 2024, en la muestra de la Galería de Arte Paraná (GAP), en Alameda de la Federación 355, el foco estuvo puesto justamente en el color en el grabado. Y en Sueño de fuga lo mismo. El plus en este último caso es que retomé el trabajo colectivo desde la raíz del proceso creativo.
–¿Cómo fue ese período?
–De trabajo fructífero, durante varios meses, en base a una idea generada. Esa dinámica es la que más me atrae hoy. Es rico, se aprende un montón y se influye en los demás, también. Es un método recreador de ideas. Prolífico, desafiante. De hecho, está dando vueltas la posibilidad de incorporar un actor para que pueda contar la historia de los fugados.
–De las tres fugas que mencionaste, sólo una fue individual…
–Sí, la del anarquista Simón Radowitzky. Además, tiene condimentos especiales. Lo ayudó una mujer que se llamó Salvadora Medina Onrubia, escritora, anarquista, militante. Fue esposa de Natalio Botana, fundador y director del diario Crítica. Cuestionó las costumbres de la época. Una dramaturga rebelde, pese a ser parte de las clases con poder, la abanderada de las ovejas negras: narró historias de mujeres que cuestionaban las estructuras monogámicas, el matrimonio y la familia tradicional. De hecho, se reconoce la influencia que tuvo para que Hipólito Yrigoyen indultara a Radowitzky. En fin, es una historia apasionante.
Mi interés en las fugas en general, es que muestran el panorama político de distintas épocas: los anarquistas, los radicales y los peronistas.

–¿Sos de empezar con una obra y terminarla?
–No, pueden ir quedando inconclusas, en carpeta. Y las retomo azarosamente. A veces arranco con los grabados y me freno en las copias. Luego voy viendo cómo le agrego color. La abstracción habilita un poco a que esa continuidad espaciada sea habitual: permite interpretaciones hacia otros lugares.
Al investigar la litografía, salí de la figuración. Siempre la mancha se trabaja, se pule la piedra, se limpia, se saca y así se van generando otras manchas. Es, efectivamente, una obra abierta.
–Y hacés impresiones previas…
–Sí, ahí está la búsqueda. Cuando llegás a la definitiva podés ver en las manchas que antecedieron un recorrido. Se pueden digitalizar, imprimir y luego agregar color sobre las copias. Son las libertades que uno debe darse.
–Hoy dijiste que un niño, aún sin saberlo, puede estar haciendo arte. Pero escuchándote se advierte que tu oficio de artista se ha hecho en la experiencia de probar, de evaluar, de proponer, antes de iniciar el camino.
–Sí, la experiencia es un tesoro. Marca una diferencia con la casualidad. Ese racconto de las búsquedas intentadas enriquece al grabador: la confección de la plancha, las tintas utilizadas, los papeles. Lo que no tiene una obra infantil es ese recorrido. En cambio, la práctica le da al artista unos recursos que le rinden muchísimo fruto.
En el arte visual lo más complejo es resolver qué es lo que se quiere decir y cómo. Lo recomendable es ser fiel a esa idea y buscar la expresión mejor dentro de esas coordenadas, tarea en la que confluyen los elementos y conceptos propios del arte, como la composición, el contraste, la fuerza y la coherencia interna del mensaje.











