Descubrir o crear, una bifurcación que separa a los militantes del azar de los constructores de escenarios.
Estas tribus plantean, por un lado, que la maravilla es algo dado, preexistente, y que lo que entonces nos toca es dejarnos fascinar por el evento apenas irrumpe; y, por el otro, que el prodigio no se aprecia si no a partir de un ejercicio que, sistematizado, nos permite adivinar su arribo y, llegado el caso, hasta manipular variables para lograr resultados que en rigor ya anidaban en nuestra sensibilidad, nuestra memoria o nuestro tórax.
La disyuntiva es insondable. Un otoñal ocaso, el vertical haz de luz sobre el río calmo, el camalote a la deriva enceguecido de un hambre fluvial, la fotógrafa acechante, su equipo disparándose, siendo arco y flecha a la vez. O la convicción de esa alquimista del encuadre, la velocidad y la exposición que, en resoplidos, regula su diafragma en tanto músculo que permite que la imagen respire, que la inspiración suceda, que el espacio se modele, que el tiempo se detenga y que lo imaginado se oxigene, mientras lo flamante se reinhala rítmica y continuamente.
Foto gentileza Paranacanvas