El merecido reconocimiento del que goza la escritora Tuky Carboni tiene al menos dos responsables: la perseverancia en el ejercicio crítico de la literatura y la adaptabilidad a las circunstancias no siempre amables que la existencia le propuso. Poeta y narradora, Carboni fue esculpiendo un oficio desde la más absoluta modestia. Con la aguja de la lectura y los hilos de la templanza y el trabajo consecuente tejió una obra que está siendo valorada.
Un día tras otro, Tuky Carboni le da marcha a un curioso reloj de arena. Lo hace sobre todo para maravillarse de la sencillez de sílice con que se presentan los complejos mecanismos del tiempo, con las manecillas de los proyectos, la sonoridad leve de las agujas que discurren circulares de la calma al vértigo, los múltiples engranajes que solemos llamar coincidencia o puro azar.
En la experiencia de arena, el arriba y el abajo intercambian roles como el Cielo y la Tierra en una rayuela de giro espiralado. El combustible probablemente sea siempre el mismo, pero la disposición de los gránulos en la narración nunca será igual. Ella lo entendió un día que puso encima de todo a la cápsula repleta y los dedos del anhelo no pudieron frenar un proceso natural de drenaje del todo a la nada: lo presente en sus ausencias; Estación Lazo y Gualeguay; las músicas y la palabra; el remolino de dedicación que hizo de aquella maestra de grado una escritora respetada; su afán para cruzar el río sabiendo cómo pisar las piedras musgosas del verso libre, el soneto y el haiku; y el péndulo retroalimentario que la hace viajar de laberintos ficcionales a la belleza elemental de una rima.
Por turnos, la vida y la muerte tiran las cartas y es difícil precisar quién de las dos hace trampas. La diferencia con el resto radica en que Tuky Carboni es cada vez más consciente de los alcances de ese juego indescifrable. Esa certidumbre por momentos la inquieta. La alarma esa incomodidad.
Las historias que cuenta son esencialmente las mismas, no alteran su sustancia, se hunden en las épocas en que leía con desenfreno y coleccionaba frases significativas, mueca que se proyecta sobre el presente como una obsesión o un temor recurrente a haberse apropiado tanto de una imagen, a haber saboreado a tal punto una construcción oracional, a haberse deleitado tan placenteramente con la síntesis de una expresión ajena, que al escribirla en un nuevo contexto literario no repare del todo en que esa pieza tenía un autor cierto.

Tuky Carboni acaba de presentar Paisajes, una serie de poemas de mínima extensión. La esmerada edición y la distribución del material corre por cuenta de Camalote, que se suma de esa manera a una corriente de reconocimiento en la que confluyen la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (publicó Bajo el signo del agua, una delicada antología poética) y el sello independiente Oyé Ndén, de Gualeguaychú, que reeditó El tan deseado rostro, “una de las mejores novelas escritas en Entre Ríos”, según su director, Nicolás Darchez.
Hasta entonces, Tuky Carboni financiaba sin ánimo de recompensa económica los libros que escribía. Antes y ahora hace lo mismo con los ejemplares: los regala. Su deseo es que circulen. Íntimamente cree que un verso o una historia puede brotar en el sitio menos pensado, como pasó con ella. Tal vez no la anime tanto el ícono docente de la sembradora o el ejemplo de algún personaje renombrado, digno de una biografía. Sus modelos parecen ser personas comunes que ha conocido, gente corriente que ha dejado en ella no una huella, sino un aroma que cada tanto la atrapa, a la vuelta de la esquina, ante el atrevimiento de un destello solar, cuando una serenidad dominguera la devuelve a una época que en rigor ya no existe. Ahí es donde pone patas arriba las ampollas de vidrio para ver cómo fluye el material granular de la existencia, otra vez. “La felicidad es un arte efímero”, podría decir, antes de ensayar una mansa sonrisa que opere como una vuelta de hoja.
Cosmopolita y provinciana, Tuky Carboni es una lectora curiosa, multidisciplinar. Si bien la formación de su atmósfera cultural no ha tenido la sistematicidad académica, ha desarrollado una notable habilidad conversadora y, sobre todo, un respeto por el derecho del otro a disentir, a pensar distinto, a tener otros gustos producto de diferentes trayectorias vitales. En el habla, esa creencia se manifiesta en la ausencia de posiciones dogmáticas, irrefutables, y en la decisión por esquivar el atajo de los consejos que muchas veces encierra el vicio de cierto sentimiento de superioridad.
Los expertos destacan en Carboni la capacidad para caracterizar personajes, construir escenarios verosímiles de acción dramática y modelar creativamente los tipos de narrador en su prosa, y de su poesía, la escritura sencilla y profunda, permeable a los entornos naturales y emocionales. No obstante, puede que Tuky Carboni garabatee los sustantivos, los verbos y los adjetivos como un recurso para procurar sabiduría: se intuye en su producción un deseo de minero por encontrar ante el encierro general una serie de nobles valores que le den trascendencia al fugaz almanaque humano.
Por eso no es raro escucharla hablar de la necesidad de “vencer al ego” y al mismo tiempo oírle decir con claridad que le gusta lo que ha escrito. Al renunciar a ese canon, a Tuky Carboni se le aligera una carga habitual entre quienes operan en el campo; pero simultáneamente le complica la tarea a los entrevistadores que intentarán acceder a la galaxia de un sentir, un pensar y un hacer que la amable escritora se resiste a dejar en evidencia, porque sospecha que a cada uno le corresponde la tarea de poner a girar, una y otra vez, el propio reloj de arena.
“El juez inapelable es el lector, que sabe si un texto lo conmueve o lo deja indiferente”, subraya sin abrir la boca, como si estuviera saboreando un pensamiento al que se acostumbró.
Tuky Carboni ha convenido responder las preguntas enviadas por correo electrónico en un par de días. En el instante en que todos los momentos son uno, el pulso de lo viviente acaricia la tipografía de lo producido y, al ronronear, sana la escritura y la escritora. Ahora las acicala. En un rato las mandará de vuelta, algo preocupada por la extensión de las intervenciones. La estimula ese zumbido suave y continuo que indica satisfacción tanto como estrés o dolor. Mientras la mirada se serena, algo se cura y ella siente con la yema de los dedos la aspereza mineral de la tarea cumplida.

–¿Cómo surgió Paisaje? ¿Con qué se va a encontrar el lector?
–Surgió por sugerencia del escritor Fernando Kosiak. Él había leído unos “casi haikus” de mi autoría que la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (Eduner) había editado hace alrededor de tres años. Me contactó, me dijo que le gustaban los poemas breves, sobre todo los que mencionaban la flora y la fauna de nuestra provincia. Como la cesión de derechos de Eduner todavía estaba en vigencia, le propuse escribir algunos casi haikus nuevos. Se los envié a su correo postal y Fernando y su equipo se encargaron de absolutamente todo el trabajo de edición, diseño, costo, ilustración y otros menesteres que desconozco, pero seguramente son necesarios para la edición de un libro.
Mi participación se limitó a la escritura de los veintinueve haikus que Paisaje contiene. Me emocioné cuando pude comprobar toda la dedicación que había detrás de este nuevo libro; por supuesto estoy muy agradecida a Fernando y su equipo, que seguramente han trabajado mucho más que yo.
Paisaje es un libro al que miro con ojos sorprendidos; con diseño moderno, con ilustraciones interesantes, con mucho colorido; y valorizado por un texto de Selva Almada, escritora de gran talento a la que admiro, y por datos biográficos que Fernando Kosiak mismo se encargó de recopilar. Mi gratitud para todos los que sumaron energía, tiempo, y conocimiento para que Paisaje naciera.
–Has mencionado el influjo de tu madre y una maestra tuya, Lila Nielsen. ¿Reconocés otras influencias que te modelaron, te mostraron un camino, reforzaron una convicción existente o la corrigieron?
–Tuve la gracia de tener muchos maestros en mi vida. Aparte de mi núcleo familiar que siempre me entregó un gran caudal de amor, de mi madre que me enseñó a leer cuando tenía alrededor de tres años y siete u ocho meses, de mis queridas maestras de la escuela primaria, tuve Maestros analfabetos que con su ejemplo de vida me enseñaron conductas que he tratado siempre de honrar; resiliencia, modestia, generosidad, honradez, dignidad, coherencia, valor a la palabra dada, gratitud. Ellos no daban sermones, ni se ufanaban de estas cualidades; los veía a diario levantarse al alba, quebrando la escarcha con sus alpargatas desflecadas para ir a trabajar en las estancias vecinas; compartir equitativamente su almuerzo con arrieros que llegaban arriando ganado ajeno, agradecer al cielo cuando llegaba a su vida un niño sano o se casaba una hija… Los ví también llorar de angustia, cuando una pedrada les arrasaba las huertas o les mataba las aves de corral, secarse las lágrimas y los mocos, y ponerse a trabajar casi enseguida para empezar a recuperar lo perdido… Los veía y escuchaba en las noches de los sábados, acudir al almacén de ramos generales de mi padre, con su guitarra o su acordeón, para cantar milongas, chamarritas o chamamés, para desahogar sus penas y festejar sus alegrías. Y yo me preguntaba cómo esas manos rudas y callosas, capaces de sujetar baguales, de cavar zanjas, de enfrentarse a toros mañosos podían volverse tiernas para acariciar las cuerdas o las cabezas de sus hijos. Creo que ellos, sin decir una palabra, fueron los primeros maestros de mi vida.

–Sos una lectora febril y diversa, ¿pero de qué autores has recibido mayor influencia?
–Mi familia de origen nunca tuvo gran poder adquisitivo ni prestigio social; pero las necesidades básicas siempre estuvieron cubiertas: un techo confortable, comida sobre la mesa diaria, abrigo para el invierno y métodos para aliviar el calor de los veranos. También tuve el privilegio de que estuvieran a nuestro alcance algunos artículos que podrían considerarse casi un lujo de la época, como libros y discos que escuchábamos en un aparato alimentado por molinillos de viento: zarzuelas como La rosa del azafrán y otras cuyo nombre no recuerdo, pero sí tengo presente las emociones que despertaban en mi alma de niña; guitarras interpretando milongas camperas, chamamé, chamarras, pasodobles.
–¿Recordás los primeros libros?
–Fueron cuentos de hadas y la colección completa de Constancio C. Vigil, un autor que hoy casi nadie recuerda pero que fue decisivo en mi formación; Los enanitos jardineros, El sombrerito, La reina de los pájaros, Chicharrón, Los frutos de la venganza. Desde mi edad actual, bendigo a ese querido e inolvidable autor, hoy ignorado, que acompañó mi despertar.
Hasta los once años mi vida transcurrió en un viaje casi constante entre Estación Lazo y Gualeguay. Cuando yo tenía alrededor de los once años, mi padre enfermó gravemente y nos mudamos definitivamente a nuestra casa de Gualeguay; entonces tuve oportunidad de frecuentar la librería de don Ernesto Hartcopff, una especie de mecenas que tenía una pequeña pero excelente librería, a dos cuadras de mi casa natal. Don Ernesto no estaba interesado en hacer negocios, sino en apoyar la cultura de Gualeguay y había aprendido a detectar las preferencias literarias de sus clientes; así que, cuando recibía algún libro que creía del gusto de sus clientes, les decía: ”tengo un libro para usted”; jamás tuteó a nadie, aunque fuera un infante; jamás interrumpió la lectura de quien, en su misma librería, se pusiera a leer libros que le interesaban.
–Un personaje, Don Ernesto…
–Inolvidable. A veces, algunos clientes se pasaban la mañana o la tarde leyendo en su librería y no le compraban el libro; Don Ernesto jamás protestó ni dio señales de resentimiento por este proceder. Su objetivo era otro: el de las grandes almas, que saben cómo eleva la conciencia con una buena lectura. También fue fundamental en mi vida la Biblioteca Pública, hoy llamada Carlos Mastronardi; solo tenía que cruzar la calle Sarmiento y ya estaba en la manzana de la Biblioteca, para poder leer a mi gusto y placer. En mi adolescencia, la cultura que imperaba era la francesa; y algunos otros europeos, pero en menor medida. Gide, Mauriac, Camus, Sartre, Sagan, Proust, Kafka, Becket, Mann, García Lorca, Miguel Hernández, todo el siglo de oro español, estaban al alcance de la mano en ejemplares de bajo costo pero muy cuidadosamente editados por Editorial Losada; también algunos sudamericanos: Germán Arciniegas, César Vallejos, Neruda, Arguedas… Borges recién empezaba a ser conocido, lo mismo que Horacio Armani, Antonio Requeni, María Granata, Libertad Demitrópulos, Roberto Juarroz, González Tuñón, Miguel Ángel Asturias, Roa Bastos, Ernesto Sábato, García Márquez, Enrique Larreta… Nunca intenté imitarlos conscientemente, pero su influencia, el gran placer estético que sentía al leerlos, sin duda me dio una idea aproximada de cómo se debería escribir… A propósito de este último tema, no soy una persona miedosa, sin embargo, siento pánico de que la exagerada admiración que siento por algunos autores me lleve a cometer un plagio involuntario.

–¿Cómo sos con la edición de los materiales?
–Trato de pulir los textos. Los corrijo varias veces. También acepto sugerencias de personas con más formación que yo; siempre que no alteren la idea central del trabajo; pero, por ejemplo, tengo asumido que no sé puntuar, soy adicta a la coma y la uso con frecuencia exagerada. No me siento ofendida porque me corrijan; por el contrario, lo agradezco sinceramente porque pienso que se puede seguir aprendiendo, independientemente de la franja etaria a la que hoy pertenezco.
–Los nombres de Alcira e Irene dan cuenta de un tránsito generacional que se hace presente, ¿qué legados sentís que operan en vos de los tiempos en que compartiste la cultura rural y la urbana?
–Con respecto a las experiencias vividas en zonas rurales o urbanas creo que son bastante similares; no percibo una línea divisoria entre la gente que he frecuentado; “en todos lados se cuecen habas”, dice un refrán popular; y creo que es cierto porque hay gente generosa, empática, honesta, agradecida, y también de las otras en todos los estratos de la sociedad.
–Has contado que tenés siete bibliotecas chicas o medianas diseminadas en distintos lugares de tu casa, ¿cómo resolviste qué libros van en cada una de ellas, hay una tematización o temporización que les dé identidad?
–Es todo un tema. Hubiera deseado tener una sola, gran biblioteca donde mis libros estuvieran alineados para facilitarme su ubicación; no fue posible; entonces tengo en cada habitación de mi casa dos o más estanterías con libros que hasta hace poco tiempo mantenían un orden elegido por mí. Ahora, dejo en completa libertad a las personas que me visitan para que investiguen los estantes, los revuelvan, se los lleven; ya no quiero tener control sobre ellos: me sirvieron, me enriquecieron, cumplieron su función; ahora, que regocijen y enriquezcan a otros. De todas maneras, lo más valioso de mis libros se ha quedado para siempre en mí. Detrás de un gran lector, hay siempre un escritor potencial. Algunas personas creen que se puede escribir sin haber leído ávidamente. Yo no lo creo; pero, sin compartirla, respeto su opción.
–¿Recordás locuras más entretenidas que haber sido parte de La loca de al lado?
–Para mí fue una experiencia muy rica y muy diversa, porque no toda la sociedad gualeguayense recibió con buen ánimo el contenido de esa revista. Hubo personas cercanas que dejaron de saludarnos; incluso, se cambiaban de vereda cuando nos veían aproximarnos; pero se aprende de todas las experiencias y yo aprendí mucho con La Loca de al lado, y lo celebro. No recuerdo el nombre del pensador que dijo: “Las personas se conocen cuando están bajo presión”.
–¿Qué similitudes y diferencias se establece en la escritura de poemas y cuentos o novelas? ¿Cómo opera la edición, la corrección en cada caso?
–Con respecto a los tiempos de la prosa y la poesía, creo que fue Sábato el que dijo: “La prosa es el día; la poesía es la noche”. Algo de eso es cierto. Personalmente, en la prosa puedo explorar personalidades que no tienen casi nada que ver conmigo; puedo fantasear, inventar situaciones no vivenciadas, imaginar personajes con sentimientos y emociones muy diferentes a los míos propios. En la poesía, en cambio, soy escrupulosamente veraz, no he podido hasta ahora escribir nada que no sea parte de mi realidad. Tampoco tengo poder suficiente para elegir los tiempos para escribir prosa o poesía; son los tiempos los que se eligen para ser escritos… Me parece que escribir poesía es como un relámpago, un flash de luz que te cae, algo que te deslumbra y se disipa con mucha rapidez. La prosa es más estable, menos urgente, podés pensar antes de escribir un párrafo, retocarlo, afinarlo hasta que diga lo que vos querés decir. Esto es lo que yo he experimentado, no puedo asegurar que sirva para otras personas que escriben.
–Han elogiado tu inclinación por la música y tu habilidad como contadora de historias, ¿qué de una y otra estética te interesa que se advierta en una producción tuya?
–Disfruto muchísimo todas las ramas del arte, pero las que más me conmueven son la música y la literatura. Cuando se combinan dos ramas del arte, por ejemplo un poema musicalizado o una poesía ilustrada, me parece que ambas expresiones se potencian, suben juntas y vuelan más sostenidamente y más alto. Tengo amigos que no aceptan que a sus poemas se les ponga música, porque dicen que la poesía ya tiene su musicalidad propia; lo hemos hablado mucho, con seriedad y respeto de ambas partes; pero no llegamos a un acuerdo.
–¿Qué proyectos te gustaría encarar?
–A mi edad, casi 86 años, ¿es posible tener proyectos? Estoy escribiendo unas memorias, pero no sé si alcanzaré a terminarlas. Vivo el día a día y agradezco lo que la vida me ofrece; atiendo mis perros y gatos, riego mi jardín, me maravillo cuando descubro el nacimiento de una flor, limpio mi colección de piedras, las lavo periódicamente y luego las expongo al sol de la mañana para que se revitalicen, leo muchísimas horas al día y también a la noche, sigo escribiendo y, de vez en cuando, cocino algo rico para mis nietos y mi bisnietito; aunque debo admitir que ya he perdido un poco la mano para la cocina: “el ejercicio hace al músculo”; y como ya no puedo comer nada más que verduras, frutas, arroz blanco, mis comidas son super sencillas. No pido más años de vida; pido que La Consciencia Universal me conceda cierto grado de lucidez hasta que llegue el final, porque no quiero que mis seres amados dejen de vivir su vida para que yo siga viviendo. Sería un desperdicio ecológico. Y todo desperdicio me molesta profundamente.

Tuky por Ferny
El investigador y docente Fernando Kosiak es el responsable de Camalote, un proyecto editorial independiente que surgió a finales de 2018. En su catálogo sobresalen “libros pequeños de grandes autorxs a bajos precios para que todos puedan acceder”. Uno de ellos es Paisaje, de Carboni.
“A Tuky la caracterizo como una mujer súper generosa, amorosa, abierta. Tomé contacto con ella por una consulta que le hice por correo electrónico en el marco de una investigación sobre Juan L. Ortiz. Personalmente la conocí en un homenaje que le hicimos a Emma Barrandeguy. Luego la visité en su casa y disfruté de su conversación”.
“Debe tener un solo ejemplar de cada libro publicado; al resto, los regala. Lo que dije, sobresale su generosidad”.
“De su escritura destacaría la constancia. En el epílogo de Paisaje se cuenta de qué manera, con su sueldo de maestra, se dio maña para publicar sus libros. Recién desde hace poco algunas editoriales entrerrianas se están haciendo cargo de publicar su obra”.
“Haber ganado el Fray Mocho con El tan deseado rostro la proyectó como escritora. No hay dudas de eso. La catapultó. Su posición dentro del panorama literario provincial fue otra, desde una ciudad tan llena de grandes escritores”.
“En el mundo de las letras se abrió paso con humildad. Cuando se conformó la Sociedad de Escritores de Gualeguay se acercó con algo de temor porque estaban Else Serur, Eise Osman o la misma Emma Barrandeguy, que la aceptaron tan bien. Un sello de Tuky es el trabajito de hormiga”.
“Ganó el Fray Mocho con una novela, de tardía y lamentada edición. Por suerte luego Oyé Ndén la reeditó y ahora sí se puede disfrutar de esa escritura. La recomiendo”.
“De las que permanecen con vida, Tuky Carboni es la escritora entrerriana destacada, que eligió quedarse. Está en un lugar de privilegio en el que también se encuentra Selva Almada, aunque ella tiene otra trascendencia, porque supera los límites provinciales”.
“Yo empezaría a leer a Tuky por su poesía, sus cuentos o su novela, que es hermosa, con cuatro voces narradoras, una más bella que la otra. Si les gusta lo breve, está la poesía reunida por Eduner o Paisaje, el libro de haikus que estamos presentando”.
“Uno de los haikus de Paisaje más conmovedores dice: Eres tú mismo/ el que enciende los fuegos/ de las estrellas. Me quedo con ese”.
No hay una sin dos
Nacido en Gualeguaychú, un proyecto editorial independiente como Oyé Ndén asumió la reedición de El tan deseado rostro, como una especie de reparación pública hacia su autora, Tuky Carboni, ganadora del premio Fray Mocho, y hacia la obra.
La novela indaga en torno al rol de la mujer en la sociedad y en la literatura; con destreza delinea el desafío de escribir en una provincia, critica la miopía de la crítica y pone a flamear la lucha por los ideales, mientras le hace un espacio a las frustraciones, los miedos, la muerte y la vida, el amor y la amistad.
Ahora Oyé Ndén está en medio de otra aventura que involucra la obra de Carboni. “Me acaban de avisar que ya están listos los ejemplares”, le dijo su responsable, Nicolás Darchez, a Tekoha, con una algarabía que le iluminaba la expresión oral.
“Es una antología que reúne seis relatos de Hasta el próximo sueño (cuentos de distinto género) y seis relatos de La infancia está llamando (narraciones que recuperan anécdotas de pueblo de cuando era una niña), que son dos libros que en su momento Tuky publicó”.
Ante una consulta puntual, Darchez explicó que “la antología se llamará La infundación y otros relatos” y que “la idea es presentarla en agosto”.