En las metáforas del arte Silvina Fontelles fue encontrando las hebras que le han permitido integrar sus dimensiones como ser humano y como creadora del litoral. Arraigada a la cultura de Paraná, la mueve un motorcito que le ha permitido unir islas, ríos y barrancas a un mapamundi de emociones multicolores. De tanto buscar un lugar en el mundo, las corrientes de la vida la fueron llevando hasta las costas de Casa Boulevard / Sala Metamorfosis, un escenario que no hace distinciones, agitado por la noble insolencia de nuevas camadas de artistas.
A la hora indicada, el encuentro se produce. Ella, de pie. Es como si hubiera estado esperando, pero sin demostrar ansiedad. Saluda desde un área indivisa, entre la puerta de entrada a la vivienda y una verja que está siendo remodelada por cuestiones de seguridad. No es particularmente afectuosa ni especialmente distante. En la hora siguiente se moverá en una frecuencia que generará comodidad en su interlocutor. Lo hará sentir en familia, en confianza.
Hay algo en su voz que transmite un tipo de serenidad, no zen. La mañana de la entrevista su expresión es una laguna sobre la que confluyen ríos existenciales, torrentosos, bravos, experiencias serpenteantes, abismos inversos desde donde se asoma al análisis introspectivo.
Silvina Fontelles no sabe bien en qué consistirá el ir y venir de preguntas y respuestas. No parece inquieta por la incertidumbre. Muestra su casa de generoso fondo, los árboles añosos al lado de ejemplares recién plantados; lamenta que las hojas de pino caigan sobre una pileta modesta, indiferente a la inminente visita del verano; explica qué crece en cada época ante una quinta que le gustaría cuidar con más tiempo.
Fontelles es todo proyectos. Está hecha de esa madera. Siembra la semilla, riega la tierra, la abona hasta que la copa busque el cielo, lo mira crecer, disfruta la sombra y el canto de las aves y, con los restos de la poda, alimenta un horno a vapor que pone a marchar la máquina otra vez. No le interesa cuánto dure el proceso. Va siendo.
Una nota llamativa es que no esconde lo que hay en las habitaciones de su vida. No se escandaliza si se advierte un aparente desorden. Abre las ventanas, deja que entre aire y explica lo que está por ser en esa galería, en aquel rincón. En esa galaxia laboriosa que la desambigua orbita un calendario impreciso. Seguirá la estrella hasta que sienta que se ha apagado. Mientras tanto, aplicará una tenacidad de hormiga para que el invierno no la sorprenda en vano. En espacios destacados y al costado del camino, entre lo que la gente suele desechar, buscará partículas de un todo que intuye, aunque en realidad lo desconozca.
Tiene un talento infrecuente, heredado vaya a saber de qué linaje, no intelectualizado, pero lleno de teoría, de conceptos. Sabe contar historias, tiene humor, comunica con fluidez, disfruta de enseñar, conoce los secretos de la escritura poética.
En la función pública se preguntó por las claves de la gestión cultural. Décadas después sigue tomando espacios sombríos, que recupera y convierte en trampolines, en plazas bullangueras, en parques citadinos donde matear con naturalidad. Como parte fundamental de un equipo ha ayudado a consolidar Casa Boulevard / Sala Metamorfosis, desde donde se conjugan porvenires.
En el extremo de una mesa rectangular invita al asiento. “¿Tomas mate?”, dice. Los perros al sol, vientre contra el piso de ladrillos, pegan un brinco y van tras una paloma que se entretendrá con el sentido cazador de las mascotas. Una gata merodea. Se enconde en las penumbras, da un salto preciso, luego desaparece.
Ahora Silvina agarra una escultura, probablemente hecha en yeso. Es un rostro angelado. Parece el de una niña. Del costado de una silla saca un aro de balanza, que en algún momento habrá indicado los kilos y gramos de lo adquirido en una carnicería. Los yuxtapone y mientras en su mente lo imaginado cobra sentido, el interlocutor se pregunta qué aspecto tendrá finalmente la obra en la que piensa.
Fontelles entonces desiste. Se apoya sobre el espaldar y acepta ser un albañil que preparará la mezcla, mojará el alma de barro reseco de los ladrillos, cavará cimientos y levantará las paredes de unas respuestas con las que volverá abrir desde adentro la casa que la habita.

–Lo que hoy es Casa Boulevard/Sala Metamorfosis, ¿es lo que soñaste en su momento?
–Ante todo, quiero decir que mi paso por la función pública fue muy importante. Fue una incubadora de sueños. La inauguración del Juan L. Ortiz fue un hito en mi vida. Trabajamos muchísimo con todo el grupo, con Gito Petersen, Lucrecia Pérez Campos.
La verdad es que siempre quise hacer un centro cultural. Compré una casa en San Agustín, donde ensayábamos con el grupo Patatas patas, con Pola Ortiz. Estaba en Gutiérrez y Pirán. Ahí vi que tenían razón los que decían que la gente de Paraná no va ni a la esquina fuera de bulevares.
Al tiempo surgió la posibilidad de comprar otra casa, cerca de donde yo vivía entonces. Estaba destruida. Habían asesinado a una persona, estuvo casi una década abandonada y fue saqueada también.
Yo vivo canjeando cosas. Desde siempre. Está en mi ADN. Hice eso: permuté la de San Agustín, que tenía un fondo grande y dos plantas, por Ituzaingó 80. Un espacio donde respiren las artes es como un paraíso para mí: me encanta ser productora, actuar, dirigir; soy artista visual, hice cine, teatro para todos los gustos. Era el sueño del pibe.
Tengo la suerte de no tener grandes ambiciones materiales. Entonces, me doy estos lujos: en lugar de cocheras, un centro cultural. Y que, junto a mi socia, no nos alarme si no percibimos un solo peso por eso.
–¿Es un proyecto terminado o en construcción?
–Estamos con la idea de avanzar con la esquina de Ituzaingó y Pellegrini. Soñamos con una galería de arte, un espacio modular que pueda servir para distintos fines. Quiero ofrendarle un rincón así a Paraná. Queda mucho por hacer.
Mi primera experiencia de gestión, junto a Gito Petersen, fue 1985. Estando en la puerta del Teatro Municipal, un señor se acercó y me preguntó, amablemente: “¿a este lugar se puede entrar sin traje?”. Era el comienzo de la democracia. Veníamos de la dictadura. En ese sentido, su consulta fue algo emocionante. Ahora, cuatro décadas después de ese suceso, capaz que a más de un pibe le tenga que explicar qué es un centro cultural. Es una señal de que hay algo que no hicimos bien.

–Edificada la parte física del centro cultural, ¿cómo hicieron para llenarlo de gente?
–Es cierto, las personas se encuentran muy bien, cómodas, en Casa Boulevard. Debo decir que mis socios de Metamorfosis tienen mucho que ver con que siempre haya presencia humana. A ellos desde hace años hay gente que los sigue. Entre todos hemos congeniado un modo de convivir que no desatiende los pequeños detalles: los ambientes bien dispuestos, la limpieza general que involucra al sector sanitario y hasta los caramelos que se obsequian al ingreso de los espectáculos son gestos de buen trato que nos gusta tener. Son delicadezas que van contra la corriente, en una sociedad más bien desconsiderada. Por supuesto que el corazón es la agenda de propuestas, que también es valorada.
Igual, prefiero no conformarme, ser ambiciosa. Hay gente de Paraná que no sabe que existe Casa Boulevard / Sala Metamorfosis. Más de uno de los que nos visita se sorprende de lo que encuentra. Nosotros somos de esta ciudad; la aceptamos con lo bueno y lo no tan bueno. Pero sabemos que hay un terreno amplio donde seguir sembrando.
Debo decir que, por momentos, es casi milagroso que una organización así funcione. Es la verdad. Hay mucha gente involucrada con hacer mover esa rueda que permita que el centro cultural se autosostenga.
–En el balance, ¿ganan los momentos de dicha o de amargura?
–Hay muchas más alegrías, sin ninguna duda. Cuesta trabajar con otros, es cierto. Es esa otredad que piensa distinto, en un contexto en el que a veces la palabra no termina de decirlo todo y en otras puede generar confusión. En esta época y siempre, entenderse con otros seres humanos no es fácil. Pero ahí vamos.
Ahora mismo estamos enfocados en la agenda de verano, que se va a desarrollar en la esquina. Y todos los días estamos viendo cómo adecuar el sector para que la gente esté cómoda y se sienta parte.
–¿Qué habrá en la esquina?
–Espectáculos musicales, teatrales. Son espacios multifunción. Y en algún momento queremos que haya una galería de arte. Hay que medir mucho los pasos que se dan, para que no sean en falso.
La idea es acompasar el esfuerzo nuestro con el de la ciudad porque la Municipalidad está acondicionando un espacio verde cercano, en San Martín y Pronunciamiento, y propicia la integración de todo este sector a un distrito del que formaría parte la Casa de la Cultura y el centro cultural Juan L. Ortiz, que quedó bárbaro y va a seguir ampliándose.
Creemos que esa integración debe darse. Está bien. Propiciamos eso. De todos modos, tampoco nos sentamos en la vereda a esperar que nos den una mano. De un tiempo a esta parte hemos participado de todos los concursos y convocatorias habidas y por haber; por suerte hemos ganado en las cinco instancias en que hemos competido y ese financiamiento también ha servido para consolidar este proyecto, junto a créditos como el del Fondo Nacional de las Artes, que hay que ir pagándolo. Mi compañera, Marta Zubieta, ha sido y es clave en estos temas; esa capacidad suya se complementa con los antecedentes que tenemos y que nos enorgullecen. Hacemos equipo.

–¿Se aprende a gestionar?
–A medida que vamos marchando, siento que mi paso por la función pública fue una escuela de gestión para mí. En aquel tiempo había muchos menos recursos que hoy para la cultura; había que ingeniárselas.
De hecho, toda el área estaba concentrada en el Teatro, al punto que sus incumbencias se yuxtaponían. Después incorporamos el Anfiteatro, más tarde el Juan L. Ortiz y en, paralelo, los talleres y programas.
–¿Te incomoda si te pregunto si no considerás que esa etapa no ha sido valorada adecuadamente?
–No, no me incomoda. Es probable que sea así como lo decís. A propósito, estoy al tanto de que hay una investigación que probablemente ayude a poner en valor aquellas locuras divinas en las que nos metimos.
Mirá, con 24 años, tenía a cargo tres líneas de trabajo. Por el Programa Cultural en Barrios íbamos a las reuniones de las vecinales en colectivo. Pagábamos el boleto de nuestro bolsillo. Luego, el Programa Todas las Manos llenó de arte las paredes y tapiales de la ciudad. Y el programa A la calle con el arte, que se abría camino sobre un carretón. Hubo muchos talleres culturales fuera de los bulevares. Fue una época llena de una energía maravillosa porque la idea era facilitar que el vecino pudiera expresarse artísticamente, que descubriera esa potencialidad, en el convencimiento de que esa dinámica podía transformar su vida, la de su familia y la de la comunidad.
Esa perspectiva se alimentaba desde Cultura de la Nación. Hay que reconocer eso. Se procuraba empezar desde abajo, desde la base de la sociedad. Había un estímulo, en ese sentido.
En medio de ese clima visitó Paraná el filósofo, sociólogo y ensayista, Ezequiel Ander Egg, gran impulsor de las acciones socioculturales. No tengo identificado de qué tronco doctrinal provenía ese convencimiento, pero en las capacitaciones se nos insistía en ir a los barrios y se nos compartían metodologías para que la gente se expresara, que tome la palabra y no que fuera alguien, desde arriba, quien dijera las cosas. Los talleres ayudaban a pensar y reflexionar en torno a lo que realmente precisaba la gente, no a lo que alguien desde un lugar de supuesta lucidez aseguraba que había que hacer.
Fue una época de mucha felicidad a nivel personal. No sé si duró mucho o poco tiempo, si alcanzó para algo; pero te aseguro que para todos nosotros fue inolvidable. Había una conexión humana muy fuerte, una energía contagiante y atractiva, movilizante. Pero todo era así: se hacían compras comunitarias, veredas comunitarias, los vecinos se juntaban y hacían casas de ayuda mutua; en fin, habíamos creído en las promesas de la democracia y después no sé qué nos pasó, cómo fuimos cayendo hasta este momento. Es algo que nos corresponde preguntarnos.
–¿Pudieron convivir tus inquietudes artísticas individuales con la gestión pública?
–No, es casi imposible hacer todo junto. En esos años no tuve producción personal. Es que empujar los proyectos, reunirse, convencer, acordar, ir para adelante, discutir te lleva puesta. Es encantador y agotador a la vez. Te come el coco.
–¿Cuándo empezaste a hacer teatro?
–En la primera parte de la democracia, luego de una experiencia de teatro comunitario.

–¿Tu primer grupo no fue Desesperados Albaneses?
–No, estuve invitada ahí. Mi primer grupo fue Trascartón, que lo dirigía Charo Montiel. Era un taller municipal.
–¿Cómo surge el vínculo de los Fontelles con la cultura? ¿Con Pocho, tu papá?
–Mi papá era un gran resiliente. En realidad, él tenía una empresa de intercomunicadores y porteros eléctricos. Era un tipo muy inteligente. Fue inicialmente electricista, devenido en electrónico. Un inventor. Hábil. De esas personas que le busca soluciones a los problemas técnicos. Martínez de Hoz lo fundió: convenía más comprar un timbre importado que mandar a arreglar el aparato de toda la vida.
Desde siempre le gustaba bailar. Era un enamorado del tango. En mi memoria infantil sigue cantando Julio Sosa, por ejemplo. Por su ocupación, en casa no faltaban los aparatos reproductores y el tango era algo absolutamente presente. Pero él se convirtió en sujeto de la cultura después de la debacle económica, porque algo había que hacer y era un emprendedor nato.
La que había arrancado con las artes en casa era yo y Andrea, que siempre fue bailarina y luego diseñadora de vestuario teatral. Papá salió a comienzos de los 80s a vivir esa vida nueva, de bailarín tanguero.
–Pero de alguna influencia debe haber brotado el afán por la cultura de las Fontelles…
–La hermana de mi mamá era directora de la Escuela de Artes Visuales de Gualeguay. Ella debe haber tenido que ver, al menos con mi afición a la plástica. Recuerdo que tuve muchas dificultades en mi etapa escolar. No era alguien que dibujaba o daba cuenta de algún talento. Tenía severos problemas de conducta. Intentaron reformarme y no había caso. En la Normal me llevaba materias de todos los colores. Mi mamá tiró la toalla. Y ahí fui a la Escuela de Arte, en Laprida 331. Pasaba todo el santo día ahí. Fue mi salvación. Lo más hermoso que me pasó en la vida, a la vuelta de casa. Hubo un primero y segundo año en la medianía, mediocre; pero el tercer y cuarto año ya había levantado cabeza. Después de ser Maestra de Arte, volví e hice el Bachillerato acelerado para adultos y fui abanderada: me vengué, después de haber ido a rendir hasta recreo, ja. A la escuela primaria y al poquito de secundaria tradicional que hice, lo sufrí mucho.
Luego fui a estudiar a Buenos Aires, a la Escuela Prilidiano Pueyrredón, hoy Universidad Nacional de las Artes. En el ‘81/’82, mi papá se fundió. Volví vencida a la casita de mis viejos. Ya era maestra de plástica. Encontré trabajo y pude mantener un tiempito a mi familia, que estaba en la lona, pero en la lona, eh.

–Tenés una historia como para hacer una película, vos también…
–Es verdad. Me considero una Fontelles resiliente de pura cepa. Así como hizo mi papá, yo también me inventé otras vidas, varias veces.
–Así que tu primera experiencia como actriz fue en un taller municipal…
–Exactamente. Juan Carlos Gallego estaba conmigo en el grupo, Pedro Peralta. De esa experiencia surgió un grupo, que estuvo a cargo de Charo.
Con el tiempo hice la Licenciatura en Teatro, en la UNL, pero cuando arranqué no había mucha información. En la Carminio Castagno se estudiaba, sí; pero no era la carrera principal y eso se notaba. Desde mi parecer, repuntó con la Uader.
Mirando hacia atrás, noto que siempre fui muy curiosa. Debí haber sido más lectora, más ratón de biblioteca. Soy muy trabajadora, de ensuciarme las manos, de explorar, de jugármela. Pero desde la acción. Tampoco me quejo, pero si pudiera corregir algo de lo que hice me aconsejaría estudiar más teoría, ser más disciplinada con eso.
–Sin ánimo de contradecirte, pero hay gente que porta sabiduría sin que pueda acreditar tramos formales de formación o dedicación exhaustiva a un tema…
–Eso es cierto. Soy una persona atenta a todo. No hay nada que no me llame la atención. Todo lo pregunto, hasta cómo estás haciendo la salsa. Voy por la calle con los radares encendidos: nada se me escapa. Veo un volquete y ya me freno porque algo seguramente voy a encontrar. Calculo que a eso se refería la maestra cuando decía que de chica yo papaba moscas, es decir, que estaba atenta a todo y nada en particular.
Pensándolo bien, no sé si eso estuvo mal. Gracias a esa falta de enfoque me di el gusto de hacer cine, teatro, plástica, ser funcionaria, docente, gestionar un centro cultural. Yo estoy conforme. Me considero súper afortunada. Aquello que debía esforzarme por lograr, ya está en el Haber. No es que bajé los brazos para dar ciertas batallas, pero está claro que hay cosas que deben empujar las nuevas generaciones, como hicimos nosotras en otras épocas. Tampoco hicimos nada extraordinario: hicimos lo que teníamos que hacer. Que otros tomen la posta. Nosotros los vamos a acompañar.

–¿Qué desafíos aparecen a la vuelta de la esquina?
–Consolidar el proyecto de la esquina del centro cultural, ante todo. Además, estoy dirigiendo una obra de humor negro. De la nada, me llamaron para actuar después de 19 años. Y tengo la propuesta de filmar un corto.
–¿Vas a dirigir un corto?
–No.
–Lo vas a actuar.
–Te estarás preguntando cuántas vidas pienso vivir, ja. En paralelo, me gustaría terminar la vivienda donde estoy residiendo. En cuanto a las artes visuales, tengo mi taller en Casa Boulevard, pero también lo pienso trasladar a mi residencia y que allá quede como un espacio más abierto a lo educativo.
–Son muchos los proyectos, pero la impresión es que todos te movilizan…
–Nada hago si no me moviliza. Y, bueno, estar cerca de mi madre, que tiene 85 años. Cerca de mis hermanas, también. Ahí vamos, como en cualquier familia.
Estoy feliz de haber hecho de mi vida algo parecido a lo que soñé. Hace unos años, algunos me recomendaban que me instale en Buenos Aires, pero siempre tuve cosas que hacer en Paraná. Y al ver el curso que tomaron las cosas, estoy orgullosa. Satisfecha.












