Amar, reír, vivir            

9 agosto 2025 4 minutos
Víctor Fleitas

La recreación de atmósferas propias de los boliches camperos, le permite a El muerto que baila poner a consideración una serie de situaciones que sirven para reflexionar y reírse sobre las políticas de seducción y sus escenarios consecuentes. La comedia y el baile, los cambiantes escenarios, la picardía, le dan fluidez a una puesta que fue celebrada por el público.

En El muerto que baila, una sucesión de narraciones saca provecho de los sobrentendidos que genera la experiencia de persuadir a otros para ver si brota la atracción, el deseo de interactuar.

El galanteo es un arte, efectivamente, que tiene sus reglas, aunque aplicarlas incluso adecuadamente no asegure el éxito en todos los casos. En la ecuación intervienen factores físicos, psicológicos y estratégicos que hacen un inestable equilibrio entre los límites y las expectativas de las personas involucradas.

Con ese horizonte a la vista, a lo largo de la puesta que sucedió en Casa Boulevard bajo la dirección de Ezequiel Caridad, Constanza Sampietro, Gustavo Bendersky y Nahuel Valiente fueron anudando las hebras de la comedia, el clown y el baile para constituir episodios que reflejan distintas formas de encarar el tipo de negociación en cuestión.

Una primera indicación es que no hay parlamento en las historias breves que cuentan. Así las cosas, los cuerpos se las deben ingeniar para comunicar. La dimensión individual y colectiva del trabajo actoral es donde la acción sucede.

Puentes y pasadizos

Lo que se narra son ficciones cuyo disparador inicial pudo haber sido inspirado por las adorables ocurrencias de Jorge Amado en Doña Flor y sus dos maridos. Una sospecha es que, luego, en los ensayos, fueron apareciendo otras odiseas, ancladas en la experiencia o completamente inventadas, verosímiles, en las que el amor entre dos emerge como deseo en liberación o como apetito en fuga, una especie de afán domesticado por la rutina.

Uno de los méritos de la puesta es la agilidad del relato, repleto de un pensar previo que se transmite en gestos escénicos que empujan al espectador a la complicidad, mas no opera como un lastre admonitorio. Si bien la discusión dramática está presente, ha quedado formalmente circunscripta a la etapa de armado de las escenas; es el sustrato que le da singularidad a cada eslabón narrativo.

Otra virtud del elenco es haber construido un mecanismo de relojería en la que ninguna de las partes está por encima del todo, fórmula que se sostiene pese a los cambios en el ejercicio del protagonismo de quienes actúan.

A futuro

Por cierto, la dramaturgia esquiva la tragedia, el prototipo que estruja las sensibilidades por lo que pudo ser o ya no es. Y construye actos ligeros, dinámicos, no necesariamente superficiales, que no le impide cavilar a los más reflexivos, después de ser parte de un coro luminoso al que no le importa desafinar cuando repasa las partituras de la risa, la sonrisa y la risotada.

Tomar lo que nos pasa con una pócima de humor, dejar que la ventana abierta de lo gracioso renueve los rincones torpes de la existencia, aceptar en una atmósfera festiva nuestros más dolorosos fracasos, puede ayudar a posicionarnos ante el pasado y el presente con otro talante para dar vuelta la página de una vez, cambiando aquellas actitudes, maneras de sentir y formas de pensar que nos han jugado en contra, que nos volvieron infelices o nos dejaron merecidamente sin compañía.

En ese sentido, El muerto que baila enciende un sahumerio de esperanza. Crea un clima de liviandad, permite que la platea se saque un peso de encima y, en medio del disfrute, deja servida la mesa para que los menos conformistas se pregunten por eso peculiar que es ser entre dos.

En lo concreto, los relatos se van presentando, se desarrollan y se consumen entre el amanecer y el ocaso de una escena que orbita a partir de dispositivos creativos, austera en elementos y sin embargo multifacética.

Se trata de una propuesta que busca que el público participe, no sólo riendo. A ese curso de agua aportan las vertientes de los cambios de vestuario, la construcción de personajes a la medida de cada situación, el diseño lumínico y las músicas, que acompañan los paisajes de la ficción.

Hasta más vernos

Para sugerir las instancias de encuentro, el grupo ha elegido la estética de los boliches rurales. No se trata de un óleo que refleja la complejidad vincular que se teje en esos espacios ni el lugar que ocuparon en la maquinaria de explotación productiva; es más bien una serie de témperas en las que prevalece el foco puesto en las circunstancias en las que un afán aparentemente compartido se entrecruza con otro, en busca de una conexión más profunda.

Esa sobriedad de recursos materiales puestos en escena no es percibida como un faltante: lo completa cada espectador con sus referencias.

Lo maravilloso es que, al unísono, se activen los músculos cigomático mayor, risorio y orbicular, que esa contracción eleve las comisuras de los labios y que el público se sorprenda de no haber perdido la expresión de la alegría, que en El muerto que baila es una sensación compartida, aunque esté alimentada por el carácter irrepetible de cada una de las existencias.

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