Si la precisión física del metrónomo le permite al multiinstrumentista Carlos Aguirre sostener un acuerdo artístico con sus compañeros en la ruta musical, para las evaluaciones de lo vivido prefiere una versión más líquida, en la que las emociones se traducen en prioridades y lo compartido, si es edificante, lo absorbe todo. Los amigos, los maestros y los aprendizajes fueron pilotes sobre los que se erigió la entrevista con Tekoha.
Carlos Aguirre mira la vida suceder desde el muelle de Bajada Grande. El río ante él es un mar de barro, ancho, profundísimo, familiar y distante a la vez. Algo de la serenidad del Paraná es también suya; una pizca de la turbulencia fluvial le llena de sed el vaso rojo carmesí de nuevos proyectos; un bocado de esa sempiterna tozudez que orada las costas lo mantiene firme en sus propósitos.
En un claro de luna espectral, Aguirre comprendió que desde que empezó a chuequear en las calles solitarias de su Seguí natal hace seis décadas, con subterfugios o de manera evidente, el río Paraná le había estado acercando amistades y amores pentagramados, ramitas para encender el fuego oportuno, melodías aterciopeladas y voces con musgo del lado sur, flores que nadie compra ni vende para adornar las mesas del encuentro, caminos ondulantes con los que recorrió el planeta hasta entender que con ese millaje en el retrovisor no hacía más que carretear hacia dentro suyo.
“Aprendí a no apurar los relojes, no quiero hacerle trampas al proceso; los compañeros saben que cada nueva idea puede durar un largo tiempo hasta estar completamente desarrollada”, le dice a Tokoha.
En realidad, para Aguirre, la música es una estrategia para adquirir sabidurías, que es su aspiración última, aunque no lo note la mirada fugaz convencida de que simplemente está preparando un espectáculo o el próximo disco.

“Componer es compartir; habitar una dimensión común (tiempo, espacio, historias, intereses) es la única forma de conocernos como seres humanos, de experimentar con un lenguaje, de descubrir entre todos lo que nos emociona a cada uno”, declara.
El entrevistado es frecuentemente convocado para distintas aventuras de la expresión musical, de uno y otro lado de las fronteras. Sin embargo, no hace ostentación de currículum. Una y otra vez, se para ante el horizonte como un perro que huele el porvenir que el viento lleva inscripto en el lomo.
De pronto, en su memoria el día se hace de noche. Entonces, un resplandor lunar divide las aguas del tiempo, que son negras y encrespadas, tumultuosas. Los sentidos se llenan del canto de grillos, del croar de sapos en la zanja vecina, del zumbido seseado del bicherío silvestre, de testimonios, de brújulas, de mapas sin explorar. “No me gusta quedarme con las primeras ideas”, invita. La entrevista con Carlos Aguirre acaba de comenzar.
Ante su obra, ¿Carlos Aguirre es de hacer retrospectiva o se va dejando sorprender con lo que la vida le va proponiendo como desafío presente?
Durante algún tiempo, estuve intransigente en aceptar propuestas para tocar por fuera de los grupos que integro, Almalegría y el Sexteto de Guitarras, para las cuales he estado componiendo. Cuando me llamaban, insistía con estos proyectos porque era lo que tenía ganas de mostrar, lo que más disfrutaba desde el punto de vista artístico.
Pero en 2024, me volví a abrir a la posibilidad de tocar solo. Curiosamente, la palabra que usaste fue la que le dio título a estos recitales: Retrospectiva. Así, pasé por Mendoza, de ahí a Chile, luego a distintos lugares de la provincia de Buenos Aires. Con ese repertorio hice después la gira de fin de año por Japón.
La propuesta recorre mi discografía y la pensé lo suficientemente abierta como para que, si fuera el caso, pudiera tocar dos conciertos seguidos sin tener que repetir temas. Para plasmar ese proyecto debí volver sobre cada creación y preparar cada canción de ese amplio abanico de épocas para que suene en mi presente, en el entorno de un mismo recital.
Ese trabajo me empujó sin buscarlo conscientemente a evaluar el camino desandado, lo que no es habitual porque uno en general tiene tendencia a imaginar lo que le gustaría hacer y pone toda la energía en la consecución de ese objetivo. Siento que ese repaso me enriqueció y me llenó de referencias útiles, que suman y que me potencian como artista y ser humano.
Probablemente, el enorme trabajo que conlleva la grabación, que implica que uno vuelva sobre las partes y el todo en tantas oportunidades en busca de los ajustes, hace que cuando termino de hacer un disco rara vez lo vuelva a escuchar.
A mí me vigoriza la sensación existencial de la página en blanco, la adrenalina que aparece cuando corroboro que la labor anterior está cumplida y me pregunto por dónde seguirá la historia. Esos ciclos pueden involucrar seis o siete años de vida, a lo largo del cual las canciones nuevas surgen y van modelando un concepto que las reunirá a otras.

Hay un énfasis puesto en la creación.
Sí, me subyuga la composición. Así, todo lo que sigue va en orden a plasmar la idea. Digo más, si fuera por mí, podría estar largos períodos sin salir a tocar: disfruto enormemente de los procesos de gestación, de la investigación previa, de los arreglos, del ensamblado de la propuesta. Lógicamente, luego el deseo es compartirlo con el público. Pero, a diferencia de lo que supo ocurrir en otra época, siento que el hormigueo especial está ahora en el vínculo que se va construyendo con los artistas y con la obra.
¿Han variado también los procedimientos de composición?
Por cierto, sí. Me encuentro muy a gusto con la investigación de situaciones, personas y subculturas, con la documentación previa. Me gusta leer, ir al terreno, preguntar, que me cuenten sus memorias emotivas: esa información arraiga las composiciones, las hace únicas; siento que llenan de humanidad las historias.
Así, las canciones dejan de narrar sólo mis impresiones y se enriquecen con testimonios de otros, en primera persona. Es muy hermoso todo eso porque el compositor sale transformado de los procesos en los que no busca datos para hacer una especie de monografía, sino que toma contacto con otras vidas y puede transmitir luego esas vivencias con una canción.
Entonces, al hacer las entrevistas, al volver a escuchar esas expresiones orales, al desgrabarlas, uno se transporta a un tiempo y un espacio que probablemente no conoció y es maravilloso cuando de pronto lográs comunicarlo con una melodía o un verso. En otras palabras, necesito emocionarme con lo que escribo. Si sucede, es una señal de que voy bien encaminado, más allá de lo estrictamente técnico: esos momentos me provocan mucha felicidad.
Cuando hiciste esa retrospectiva, ¿qué apreciaste?
Es difícil hablar sobre la obra de uno. Creo que sí me animé a grabar algunas cosas fue porque en ese momento me gustaban; entonces, descubrir esa motivación realza las decisiones tomadas y las pone en valor, más allá de la evaluación fría que hoy pueda llegar a hacer.


¿Qué las une?
Todas tienen un montón de laburo, que se escucha, un tiempo de amase, con independencia de cómo fueron resueltas efectivamente. Le he dado jerarquía a la duda y eso me ha permitido no quedarme con la primera idea que muchas veces ha sido valiosa como motor, aunque en la versión definitiva no haya quedado huella alguna de su presencia.
Y después también los discos son testimonios de la gente con la que uno se ha ido cruzando.
Una especie de peregrinar por la propia vida, en el sentido de que la relación con algunas personas logran cambiarnos…
Es verdad, cada una de esas personas con las que me fui encontrando dejó una marca imborrable, como esas cicatrices que nos recuerdan lindos momentos, enseñanzas que he incorporado.
Una de ellas es el vínculo con la querida Gabriela Redero, que fue representante mía durante muchos años. Con ella organizamos un ciclo de dúos, en el auditorio de ATE Santa Fe, en la salita de calle San Luis. La idea era tocar la música del invitado, lo que me llevó a aprender una montaña de repertorios distintos y, sobre todo, a indagar en las lógicas que organizaban esas composiciones ajenas. Esa experiencia fue muy rica para mí. Esas charlas distendidas con colegas, muchas de ellas en casa, sobre sus claves creativas fueron inolvidables. Aprendí mucho de ellos.
Hubo otras experiencias transformadoras, desbordantes para mí, más extensas en el tiempo también, como la del Zurdo Martínez, Walter Heinze o Juan Falú. Ellos son sinónimo de charlas abiertas a cualquier hora, interminables. Fue hermoso ser compañero de ruta de ellos porque además de los procesos creativos aparecían sus preocupaciones musicales, políticas y sociales, sus miradas sobre los contextos.
El encuentro con Jorge Fandermole fue una maravilla musical pero también me convidó su enorme fervor lector. Entre caminatas y charlas, aprendí mucho de ese cruce de melodías, arreglos y literatura. Me vivía proponiendo lecturas; me hacía acordar a Walter Heinze, en ese sentido, otro gran lector.
Podría mencionar a mucha otra gente que tuve la suerte de conocer. Ahora la memoria me trajo estos nombres y yo le seguí el hilo, pero fueron presencias significativas como las amistades de cuando estuve en Perú.
Son experiencias que nos incorporan a un colectivo vasto y a una historia.
Noto en tu relato un regreso a la idea ya esbozada de que la experiencia de los demás enriquece la propia conciencia e ilumina senderos
Es que uno se va incorporando a obras cumbres desde la mirada que de ellas tienen los amigos. Y al revés, un cancionero, un poema o una novela adquieren otra cromática porque nos hacen recordar a gente querida.
En una época de gustos uniformados, ¿sigue habiendo quienes demandan el tipo de música que le gusta hacer a Carlos Aguirre?
Siento que sí.Hay que prestar atención a los espacios por donde estas músicas circulan hasta encontrarse con aquellos que las buscan por fuera de lo que la cultura hegemónica impone. Hay que tener en claro que siempre circuló por lugares alternativos, subrepticiamente, y que siempre estuvo. No hay manera de parar eso.
Cito un puñado de experiencias nuestras, recientes, luego de la gira que hice por Japón. Invitado por Marta Gómez, toqué ante un Coliseo lleno. Después vi un recital de Maggie Cullen, jovencísima, con una propuesta que refresca de una forma muy cuidada el repertorio antiguo. Por último, actué junto a Silvia Iriondo en La ballena azul, del CCK, actual Palacio Libertad, ante un auditorio repleto.
¿Cómo sos en el rol de maestro?
Hace años que no me dedico específicamente, luego de una etapa en que enseñé en casa, de manera particular, y en una escuela secundaria. Ahí me di cuenta de que no tengo la habilidad de inspirar a que otros de la nada hagan música; me entiendo mejor con los que ya tienen ese interés despierto.
Admiro profundamente a los que se animan a partir de cero con sus alumnos y estudiantes y los inspìran. Pero necesito que la opción por la música ya haya germinado.
Haciendo esa salvedad, no soy de aplicar el rigor o la disciplina, sino más bien de tender puentes vinculares, en acuerdo a que los dos estamos abiertos a lo que el otro proponga. Mi experiencia indica que cuando las personas son escuchadas, difícilmente no se dediquen: hacerles un lugar es un incentivo formidable.
En esa dinámica la relación fue personal y también hubo convivencias con otras personas que estaban en el mismo camino, una especie de campamento, porque el grupo moviliza las evaluaciones, intensifica los diálogos y cristaliza los progresos, con independencia de las singularidades y las trayectorias de cada cual.
Luego, aunque económicamente fue durísimo, decidí concentrarme en la composición para buscar que mi vida consistiera en tocar música. No tenía circuitos ni padrinos ni contactos; fue todo muy difícil, pero esa orfandad me fortaleció un montón y me empujó a tomar decisiones fundamentales. De hecho, hasta entonces acompañaba, asumía que los proyectos y los repertorios de otros eran los míos; entonces, me apropié de mis apuestas y me animé a transitar por otra crisis.

¿Cuál?
Qué quería decir ahora que había resuelto tomar el comando de mi carrera y cómo sostenerla en el día a día, lo que incluye los contactos, las agendas, los lugares y todo eso que se esconde detrás de la frase “ser tu propio jefe”.
Aún hoy, cada tanto, me veo otra vez en medio de aquellos intentos para que la música con su encanto transforme la extrema austeridad de algunos espacios de toque que vamos incorporando. La vida elegida es esa: sembrar y disfrutar cuando se cosecha, ser un ilustre desconocido y a veces una especie de celebridad. No me quejo: siempre está a mano la aventura de volver a empezar.
Y, en otro plano, asegurarte que en tu propuesta anide el fundamento de tus exigencias, más allá de la cantidad de público que se convoque.
Todas estas sensaciones sobrevienen de forma yuxtapuesta, a veces caótica; aparecen de pronto, en medio de la maravilla de conocer gente y dedicarte a disfrutar de lo que hacés.
Tenés cierta inclinación a la introspección, ¿has tenido experiencias terapéuticas o sos más bien del autoanálisis?
No he tenido tantas como quisiera. Reconozco etapas de búsquedas más internas, pero creo haberlas encontrado por caminos diversos. A veces con una sesión de terapia, cómo no.
Hay una experiencia a la que le brindé mucho tiempo y energía: la meditación, práctica que se potenció por la presencia de quien hizo de maestro, acá en Paraná: Ecio Bertellotti. Él formó a mucha gente. Y, sobre todo, nos abrió esa ventana de búsqueda interior que, en mí, marcó un antes y un después.
Todo lo vivido y lo aprendido allí pasó a ser una referencia permanente. Incluso frente a situaciones puntuales de mi vida, Ecio fue un muy buen consejero, muy generoso, dispuesto a escucharte, con devoluciones jugosas. De esas vivencias me quedaron herramientas que sigo aplicando.

¿Y qué depara el 2025?
Arrancamos siendo parte de un ciclo que organiza Mario Martínez, en Casa del Poeta, en Villa Urquiza.
Una de las intenciones es presentar el disco de Almalegría, editado en octubre de 2024. Ese proyecto con colores más latinoamericanos originalmente buscó ser un laboratorio de investigación en diversas rítmicas. De manera que los músicos invitados sabían que la idea no era tocar inmediatamente, que había que estudiar mucho, construir un repertorio, encontrar una identidad, conformar una química, en un proceso que de hecho nos llevó siete años. En ese lapso habremos tocado cuatro veces, a lo sumo. Ahora siento que somos una expresión sólida. Y me gustaría salir a mostrar ese material. Lo que buscamos es sencillo: despertar el alma alegre que habita en cada persona que vaya a escucharnos.
Con el Sexteto de Guitarras, que tiene una cepa más regional, estamos a punto de grabar un disco. La energía estará puesta allí. Luego vendrán las actuaciones para mostrarlo. Estamos con mucho ensayo y apenas cerramos un arreglo, lo grabamos, hasta terminar con todo el repertorio.
El tiempo artístico no puede estar atado a las urgencias de una agenda de eventos, así que no puedo precisar cuándo estará listo el disco y empezaremos con los recitales.
Por otro lado, mi aspiración es revalidar en 2025 una gira por Europa que hice en 2023, por España, Islas Canarias y Portugal. Son circuitos que alguna vez recorrí, que luego los abandoné por otros proyectos y que estoy queriendo retomar, tal vez ampliando su influencia geográfica.
Y seguramente habrá algo en Japón, gracias a una red que se va consolidando.
¿Hay algo que quisieras hacer especialmente?
Componer y estudiar. Es el cimiento que sostiene todo lo demás. Me gustaría ganarle la pulseada a la dinámica del afuera; darme más tiempo para habitar adentro.
Ese equilibrio aún no lo encontré. Recuerdo siempre las charlas con Dino Saluzzi, que es para mí un referente muy importante, en la que dialogábamos sobre los procesos creativos. También recuerdo haber escuchado a Egberto Gismonti referirse a este asunto. En fin, quisiera encontrar esa fórmula para salir a mostrar con la mayor seguridad posible lo nuevo, priorizando las temporadas dedicadas a producir y a probar, sin descuidar los requerimientos de la propia supervivencia.