Además de artista plástico con pasado de gestor cultural, Gito Petersen es un personaje for export de Paraná. El repaso somero por su vida permite asomarse a algunas características de su obra empapada del dibujo, del humor, de la composición fotográfica, de los juegos de palabras y de la geometría del diseño gráfico.
A los 81 años, Jorge Gito Petersen sigue jugando como lo hacía en el caserón paterno, sobre calle Libertad. El combustible principal del trabajo que fuera a emprender es que lo divierta, que lo mantenga entretenido, mientras mezcla la semántica y la fonética de las palabras, con grafías y materiales, con figuras y texturas.
Nació en Paraná, el 18 de octubre de 1943. Una cultura urbana que ya no volverá lo formó en labores múltiples, desempeñadas con destreza y dedicación. Aunque se caracteriza como dibujante, ha sido prolijo caricaturista, esmerado fotógrafo, recordado docente y gestor cultural con mayúsculas.
En lo personal, se ha animado a jugar con las cartas que la vida le repartió, no siempre con amabilidad o condescendencia. Su sentido de la profesionalidad es impecable, tanto como su ejercicio de la amistad.
En la larga entrevista concedida a Tekoha, Petersen no se detuvo ni un segundo en las penas, aunque lo acompañen en cada recuerdo de situaciones o personas ausentes. En plena madurez expresiva, las artes y oficios a los que se dedicó a veces para sobrevivir o por saborear el agridulce licor de los desafíos aparecen reconcentrados en una obra que hablará de él acaso con más justicia de lo que hoy la modestia le permite.
Dueño de un nervio cómico que a cada paso hace brotar de la nada un ingenuo manantial de sonrisas, la chispeante creatividad lo ha mantenido joven, activo, abierto a los demás y a lo nuevo. “El humor del juego de palabras y el dibujo son constitutivos de mi personalidad desde que tengo memoria”, dirá en algún momento del diálogo desde el que visitó la timidez adolescente, la omnipresencia paterna, las referencias artísticas y las claves de una gestión cultural que es reconocida pese al transcurrir de los años.

–¿Qué relación había entre tu familia paterna y las artes, en particular el dibujo?
–Poca. Con los años descubrí que mi padre tenía algunos dibujos de su autoría, casi como parte de una actividad oculta. También encontré sonetos suyos, que los hacía como para él. Por fuera de eso, en esa casa se leía, siempre había buen material.
En mi caso, descubrí tempranamente que tenía facilidad para el dibujo. Pasado el tiempo me di cuenta de que además era una herramienta que me permitía comunicarme con los demás y vencer la timidez.
Aprendí a dibujar copiando las historietas. Ella me enseñó. Viví la edad de oro de la historieta argentina y admiraba a artistas como Alberto Breccia o Hugo Pratt. Sus obras eran parte de la galaxia en la que flotaba y las historietas de ellos me permitieron arrancar con las primeras mías, que luego regalaba entre mis amigos.
–De manera que dibujar no te aislaba, sino que te permitía abrirte a los demás…
–Así es. Salir era la idea: ir a donde quisiera con una hoja y un lápiz. Porque uno empieza con un trazo, pero no sabe dónde termina.
A esas aventuras les dedicaba horas en la vieja casona de calle Libertad, donde vivíamos. Recuerdo que en el sector del baño más grande había un altillo, hecho con un entrepiso de madera, que servía para guardar cosas que no tenían un lugar preciso. De ese espacio me apropié y de hecho fue mi refugio también porque ahí tenía mis revistas, libros.
El dibujo tuvo que ver con mi identidad y mi sociabilidad. Una vez me encontré cerca de mi casa actual con un verdulero, que ya falleció. Un día me dijo: “Yo iba a la escuela Bavio y me acuerdo que había un flaquito que hacía historietas a la mañana y otro más a la tarde”. Hablaba de mí y de Alfredo Godoy Wilson; éramos amigos y vivíamos a una cuadra de distancia. Esas tiras eran más bien episodios que no tenían continuidad porque los regalábamos y después dibujábamos algo completamente nuevo, con otros personajes.

Mi padre tenía una forma de ser avasallante, un carácter fulero, de conceptos duros y posiciones terminantes. Se me hacía difícil interactuar con él. No sabía cómo entrarle. Era como que para él yo no existía. Hasta que una vez noté que le mostraba a sus amistades algunos dibujos míos y cositas de humor. Y llegó a pedirme caricaturas de conocidos suyos. Ya en esas ilustraciones aparecían elementos de la composición general que me acompañaron y forman parte de un estilo.
Más tarde, por parientes de conocidos, me contacté con Tía Vicenta, mi revista admirada, que me publicó. Nuevamente, el dibujo me permitía volverme visible, me abría puertas. Luego, empecé en agencias de publicidad y como vidrierista, trabajé con letristas, gente que pintaba, mientras aprendía un oficio vinculado con lo que sabía hacer y que además me generaba un ingreso.
–¿Qué imagen llega primero cuando pensás en el Gito artista?
–La casona de calle Libertad, su altillo que fue primer estudio, luego primer laboratorio para revelar fotos. Aquella construcción se demolió con los años y para no perderla en la memoria un día la dibujé. Fue como detener ese tiempo en el que empezó la elaboración, un proceso en el que la imitación de lo magistral dialogaba con la búsqueda de autonomía.

–Copiar lo que se considera bueno o arrancar desde cero, ¿qué es lo mejor para aprender a dibujar?
–Puede sonar raro en primera instancia, pero en realidad uno siempre está copiando lo que admira, lo que está alrededor, una foto, unos modelos, un paisaje, unas frutas apiladas. Al mismo tiempo, en el diálogo con la referencia, el artista le agrega el toque personal. Así también se aprende, claro. Lo criticable sería que se copie para apropiarse de los méritos de una obra o de un artista.
El secreto del dibujante es dibujar mucho. La cantidad permite el perfeccionamiento. De pronto te das cuenta de que la sustancia se ha mantenido invariada, pese a que has hecho dibujo publicitario, diseño gráfico o humor político.
Buscando mejorar me vinculé con la Escuela de Bellas Artes, en una época en que venían grandes artistas de Santa Fe y Rosario a dar clases. Tuve el honor de aprender del dibujante, grabador y pintor Oscar Esteban Luna y del pintor Rubén Naranjo, por ejemplo.
Tomaba de ellos lo que sentía que necesitaba, pero no cursaba las materias como es habitual, lo que generó más de una discusión familiar porque no se entendía esa informalidad.
–¿Los premios son lo que te hacen sentir un artista?
–No en mi caso. De ser así debí haber sido mucho más dedicado en participar de salones y convocatorias. Mirando en retrospectiva, siento que parte del oficio del artista lo adquirí gracias a la amistad que tuve con Hipólito Vieytes, dibujante destacado de Paraná y prestigioso grabador, a quien conocí como de casualidad, mientras grababa con una cámara.
Pasaba tardes enteras en el taller que él tenía en la calle Millán. Lo miraba trabajar. Y en las charlas me decía que tenía que mostrar la obra mía y exponerme a la mirada de los demás, como una condición del plástico. Le hice caso.
Luego la vida me cruzó con el escritor y poeta Juan Manuel Alfaro, recién llegado a Paraná. Así ilustré algunos de sus libros y, a propuesta suya, participamos del Salón Provincial del Poema Ilustrado, en el que obtuvimos el primer premio.
Los comentarios de colegas y la exposición pública de la que me había hablado Vieytes resultaron un gran aprendizaje y un salto formidable hacia adelante.
En cierto momento éramos un grupo de dibujantes que compartía convocatorias y se animaba a participar. Entre ellos, Carlos Beto Simonelli, Néstor Medrano, Oscar Rodríguez Jáuregui y Alfredito Godoy Wilson, mi amigo de la infancia. Yo fui más disperso y ellos más disciplinados, mejor enfocados.
–¿Y la ilustración?
–Nunca la dejé. Fui y vine por toda la parcela en la que se puede mover un dibujante: el punto, la línea, el garabato fue siempre el punto de arranque que se podía manifestar con distintos materiales, diferentes técnicas y para entornos determinados.
–De aquellos artistas reales, cercanos, a las actuales fuentes de información digital, ¿sentís que tu producción contemporánea, con presencia del color, ha sido pergeñada por nuevas influencias o cuando tirás de la piola se vincula con mensajes que siempre estuvieron con deseo de salir?
–No sé si es algo tan elaborado. Debo decir ante todo que siempre tuve un gran respeto por el color y que admiro a los artistas que lo aplican bien. Lo que siento ante lo que hago actualmente es que el color se manifiesta como un recurso más y que en cierta medida en la obra completa confluyen todos los rumbos que he tenido: hay legados que vienen de la historieta, sin dudas, como la superposición de una imagen o la repetición para generar idea de movimiento, propia de la fotografía y la filmación; hay mucho texto involucrado entre las imágenes, en una especie de collage; desarrollos geométricos que me han llegado desde el diseño gráfico; caricaturas y, como decís, el color.
Lo importante es que estos recursos me permiten imaginar juegos: jugar es lo que me permite disfrutar de lo que estoy haciendo. Pero me interesa particularmente la competencia entre partes muy dependientes de la técnica y otras donde se note el dibujo, el trazo limpio. Amo la línea pura.

–¿Cómo surge esa obsesión por el detalle?
–Tiene que ver con la dinámica de los contrastes, que ordena la convivencia de los recursos aplicados. Entonces, el carácter minucioso y el planteo ligero son discordancias armónicas.
–¿La función pública potenció la producción del artista o la dejó en reserva?
–En el regreso de la democracia, yo era empleado judicial de mañana y dibujante de tarde. Surgió la posibilidad de integrarme al equipo de Cultura de la provincia. Ahí conocí a Enrique Quique Bogado, una especie de hermano, y a Silvina Fontelles.
La propuesta de la Municipalidad para la Dirección de Cultura se produjo a raíz de la renuncia de Carlos Álvarez. Trabajaba en el campo ya, de manera independiente, con Alfaro, con Alfredo Ibarrola, pero como gestor era mi primera vez. Me acompañaron Bogado y Fontelles. Cultura en ese momento era el Teatro y un anfiteatro que todavía no tenía ni siquiera una agenda de actividades.
Así, casi sin presupuesto, nos dedicamos a inventar de la nada. La idea central fue brindar los espacios para que la creatividad natural de cada persona pueda emerger: unos más, otros menos, todos cantamos, dibujamos, escribimos, actuamos en alguna etapa de la vida. Luego, algo se encarga de limar esas inquietudes. Nos propusimos recuperar eso para que la gente sea un poco más feliz.
Así, de la queja por las pintadas y pegatinas políticas en paredes de la ciudad surgió un programa abierto, con continuidad, llamado Todas las manos que, gracias al gran empuje de una artista notable como Celia Schneider, generó una importante participación ciudadana. En una gestión posterior, con el mismo fundamento, se armó el programa Todas las voces para que en los barrios los vecinos canten, base del posterior Coro de la Ciudad.
Después viajábamos a Buenos Aires a “cazar” propuestas: con el Instituto de Cine logramos organizar un festival de estrenos y preestrenos de películas argentinas que llenó el Teatro. Lo mismo con Cultura de la Nación: tratábamos de aprovechar espectáculos para traerlos a Paraná. Descubrimos la gestión haciéndola; así se completaban los proyectos. Nos fue de mucha ayuda escuchar a los empleados, matear con ellos, pedirles opinión, anotar sus solicitudes y tratar de responder. Así se armó un equipo formidable, en base a una mejor comunicación y una noción de gestión que no llegaba con la carpetita terminada, sino que iba llenando los vacíos desde la participación.
Ahora, pese a lo cautivante que resultaba la función pública, debo decir que mi actividad artística se redujo a la mínima expresión.

–¿Qué crees que es clave para la gestión cultural?
–Tener activo una especie de radar para saber qué se necesita del sector público para que un área se desarrolle y crezca. Nos pasó con la Alternativa Musical Argentina, a la que nos sumamos porque el programa estaba definido: que los músicos manejen la situación como si fueran una cooperativa gigante, en lugar de las empresas discográficas, que no lo hacían bien. Fuimos la pata oficial de un mecanismo que funcionaba satisfactoriamente.
El modelo se aplicó a otra escala, en distintos barrios que, por ejemplo, llevó a organizar muestras fotográficas donde los protagonistas de la galería eran los vecinos que contaban su historia a partir de imágenes. Los eventos eran concurridos porque la comunidad se sentía expresada; no era necesario ir hasta cierto edificio céntrico dedicado a la cultura: lo que tenían que contar estaba allí.
La gente se expresaba y en más de una ocasión con esa idea se pintaron murales, dentro de Todas las manos.
–Suena curioso en una coyuntura como la actual en la que al público en general sólo le queda ir a sentarse y disfrutar de un espectáculo organizado por otros…
–Esa labor de animación cultural que emprendimos se impulsa en la propia iniciativa comunitaria, las canaliza, las ordena, las potencia. Además, es una efectiva estrategia para crear público. A la cultura se la hace de abajo hacia arriba. Cito El teatro se avecina, pergeñado por Silvina Fontelles, que le dio la oportunidad de expresarse en la escuela del barrio a personas de distintos sectores de la ciudad para los cuales la actuación era algo vedado, reservado para otros, lejano. Sentíamos que así empieza a moverse la rueda.
El proyecto cultural no es de una persona, por eso es ilógico tirar abajo todo lo que se hizo antes. Con el Centro Cultural Juan L. Ortiz pasó algo de eso. Ahora parece que se va a remodelar y potenciar. Ojalá sea así.
–Nombraste a varios referentes artísticos, ¿quedó alguno en el tintero?
–El vínculo con Vieytes fue muy fuerte para mí. La fuerza en el planteo del dibujo que él tenía era inevitable que me arrastrara. Luego, durante la etapa de docente en la Facultad de Ciencias de la Educación, disfruté de la amistad y del talento de Guillermo Hennekens. Es un artista impresionante, un grabador fuera de serie y una persona con la que he podido hablar en confianza de una vasta paleta de temas y en todos he aprendido, lo que agradezco. La profundidad del trabajo de Hennekens es envidiable.
–¿Y qué encuentra Petersen cuando mira su obra en retrospectiva?
–Reconozco los caminos diversos por donde me ha llevado la vida. Pareciera que he ido picoteando, pero siempre la imagen ha estado en el centro. Me gusta mezclar técnicas y también moverme con libertad dentro de límites establecidos porque, por ejemplo, las caricaturas para mí son retratos pícaros y no intento ir más allá. Después de todo, el dibujo sigue siendo para mí una vinculación amistosa con el otro.