Ecos que desafían la ley del tiempo

21 noviembre 2025 12 minutos
Cristal Bella

Resultado de poner el oído en gente de a pie que trabajó en el frigorífico en sus momentos de esplendor y debacle, unas audioguías cuentan una versión imprescindible de la historia de Santa Elena. Las cápsulas descongelan la memoria colectiva de una comunidad que ahora es también trama sonora y texto dramatizado, mezclado con el rumor del río y la vibración latente de una ciudad fabril que duerme.

La licenciada en Comunicación Social Romina Marichal creció en Santa Elena, a la vera del Paraná, en el noroeste entrerriano, a 165 kilómetros de la capital provincial.
La historia de este paraje puede contarse desde distintos horizontes: las inmensidades alambradas de una vida dedicada al duro trabajo agropecuario, el intento de industrializar la materia prima cárnica con la implantación de una cultura extranjera que tensionó el espacio comarcano, la vastedad de un río que promete amaneceres y la soledad de un muelle que aguarda un atardecer de regresos embarcados a contraluz. En la memoria familiar de Romina persisten aromas cotidianos y sonidos mestizos de una infancia que fundió el pasado y lo presente en un mismo sentido de pertenencia. Postales orales, huellas que se volvieron brújula.
El rastro plurisensorial del pan casero de su abuela la siguió durante más de dos décadas hasta que su sensibilidad por escuchar pequeñas historias en mesas de domingo la llevó a amasar una obra que resuena en los vientos de un pueblo entero. Con estos ingredientes ideó un proyecto transformador, en un cruce de vías de la comunicación oral, la historia, el teatro, la cultura y la sociedad.
Romina egresó de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos con su tesis de producción Un patrimonio para escuchar, una serie de audioguías dramatizadas que soñó integradas a los tesoros que aloja el Museo y Archivo Histórico.
En efecto, su propuesta combina comunicación, recuerdo y territorio. Trae resonancias de un trinar de aves del monte y las islas; el olor penetrante de los corrales; fotogramas de la sanguínea experiencia de la faena y la aséptica etapa de la refrigeración; la fría práctica del desposte; el aroma a sopa de la producción de alimentos envasados.
Las cápsulas de Romina se apoyan en el método del layering, un modo de construir relatos por capas, sumando profundidad y lecturas multinivel y multisentido. Se trata de una estrategia que busca enriquecer exhibiciones y exponenciar puntos de contacto entre lo exhibido y los visitantes. Esta metodología que procura hacer decir a los objetos agrega un significado, completa una pregunta o responde a una necesidad a través de la segmentación de los públicos y del ejercicio de ponerse en sus zapatos.


La iniciativa nació de una motivación íntima: su abuelo, Arnaldo Moreyra, quien le narró cómo era la vida en una Santa Elena marcada por el frigorífico que dio identidad y trabajo a generaciones. En sus palabras, escuchar ahora esos relatos significa “revivir la historia del frigorífico y, por ende, mi propia historia como obrero”.
Las cinco capítulos -La casa del Museo, Inicios de Santa Elena, Kemmerich y Giebert, La Bovril y Ex obreras- se construyeron a partir del patrimonio expuesto. Como una forma de salvaguardar, mantienen un equilibrio entre la historia institucional con la memoria social y las voces de la comunidad.
Durante el proceso, Marichal identificó la ausencia de hilo narrativo en la muestra permanente. Su trabajo funcionó entonces como una herramienta de curaduría, una manera de ordenar y dotar de sentido las piezas museológicas.
Su elección del testimonio oral como eje del proyecto, que evidencia el valor de acercar el tímpano a fuentes poco exploradas, tiene una clara dimensión política y de género. Con una mirada amplia sobre el pasado, la oralidad le permitió ir al rescate de expresiones que suelen quedar fuera de los relatos hegemónicos para construir una memoria más inclusiva.
Las audioguías fueron presentadas en el marco del 31° aniversario del Museo, ubicado en Avenida Presidente Perón 527. Actualmente pueden escucharse en sus salas a través de códigos QR dispuestos junto a los objetos. Cada espectador puede así recorrer la historia con el oído como radar, agregando una nueva capa de sentido a la experiencia.
Tekoha se embarcó junto a Marichal en una expedición sensorial por la memoria de una ciudad mediante una narrativa que timonea por los pliegues de la historia.
En momentos de tierra a la vista, lo producido baja y se hunde en las arenas movedizas de relatos de protagonistas que abandonan el anonimato en una especie de amnistía autoproclamada, sin permiso de la historia oficial.
En una Santa Elena que se repite distinta, personajes y escuchas navegan en contextos bien situados que, sin embargo, se desdibujan como orillas en la niebla.

–¿Qué recuerdos pincelan un retrato de tu familia?
–Crecí en Santa Elena, una ciudad que se levanta sobre el margen izquierdo del río Paraná, en el Departamento La Paz, Entre Ríos. Soy hija de laburantes: mi mamá es docente y mi papá era empleado. No vengo de una familia con dinero, sino de una donde todo siempre costó mucho, pero también donde nunca faltaron el esfuerzo, el cariño y las ganas de salir adelante.
La pintan esos domingos de almuerzo en una mesa larga llena de tías, tíos y primas, donde el bullicio era parte de la música del día. Mi abuela cocinaba muy rico, y nunca faltaba el postre. Y hay algo que todavía guardo muy vivo: cuando iba llegando a lo de mi nona y se sentía el olor a pan casero. Tenía un sabor único; tal vez nunca vuelva a probar uno igual. Era hermoso ver la mesa repleta de panes leudando, y cómo muchos iban saliendo del horno para desaparecer al instante entre los comensales.
Esos momentos simples, compartidos y repletos de afecto dibujan con fidelidad mi hogar.

–¿De dónde creés que viene tu inquietud por los museos y los archivos?
–Creo que tiene que ver con mi formación en Comunicación social y con una curiosidad por la memoria y las formas de contar historias. Cuando visito museos, siempre presto atención a la parte comunicacional: qué propuesta ofrecen, cómo presentan los contenidos, qué buscan generar en el público. Me gusta pensar esos salones como espacios vivos, que además comunican y construyen sentido.

–¿Qué te impulsó a crear Un patrimonio para escuchar?
–Mi abuelo. Él me contaba historias sobre una Santa Elena muy diferente a la que conocí. A través de sus relatos como trabajador del frigorífico, me transmitía una visión única de una época que, con el paso del tiempo, parecía desvanecerse. Eso despertó en mí la preocupación por la posible pérdida de esas memorias orales y experiencias.
De esa inquietud nació el proyecto: reconstruir y preservar esas voces para que no quedaran en el olvido. El lugar ideal para concretarlo era, sin dudas, el Museo y Archivo Histórico de la localidad, un espacio donde esas memorias encuentran cobijo y sentido.

–¿Qué “espacios vacíos” notaste en la historia de Santa Elena?
–Principalmente, los que estaban vinculados a las voces cotidianas, a la memoria de la gente común. La mayoría de los relatos que circulan sobre la ciudad se centran en hechos históricos o institucionales —como el frigorífico o la vida política local—, pero faltaban las historias personales, las de las familias trabajadoras, las mujeres, los oficios, las costumbres y los modos de vida que también construyeron la identidad del lugar.
Me interesaba recuperar esas memorias pequeñas pero significativas, que muchas veces no aparecen en los libros, pero que forman parte del alma de la comunidad y creo que de alguna manera se logró porque muchas personas se reconocieron en los relatos y se sintieron parte de esa reconstrucción.

–Al respecto del proceso creativo, ¿cómo fuiste construyendo la narrativa sonora?
–Me llevó mucho tiempo y fue, en múltiples sentidos, un ir y venir entre Santa Elena y Paraná, tanto en lo físico como en lo emocional. Si bien se trata de una tesis de producción, la teoría sobre patrimonio y museo tuvo un peso fundamental: fue la base que justificó la mayoría de las decisiones de producción y me permitió pensar cómo construir un relato que dialogara con la memoria y el valor patrimonial del lugar.
Las audioguías se fueron tejiendo de a poco, entre entrevistas, lecturas de libros de historia, revisión de archivos y diarios, y sobre todo, muchísimas visitas al museo. Cada una de esas instancias fue aportando una textura distinta: las voces, los silencios, los sonidos del entorno. Todo eso me ayudó a encontrar el tono y el ritmo necesarios para contar el patrimonio que allí se encuentra, desde una mirada sensible, respetuosa y creativa con la biografía santaelenense.
Agradezco a quienes me acompañaron en este recorrido: la dirección de Lea Lvovich, la codirección de Ana Laura Alonso, la edición de Leonardo Mare y las voces interpretadas por Sergio Obaid, Luciana Ocaranza y Víctor González.

–¿Cuáles fueron tus criterios de selección?
–Estuvieron directamente vinculados con los objetos y el patrimonio expuesto en el hall de entrada y en las salas permanentes uno y dos del Museo. A partir de ese relevamiento, se definieron las cinco audioguías que conforman la producción: la primera aborda la historia de la casa, la segunda los orígenes de Santa Elena, la tercera y la cuarta se centran en los frigoríficos Kemmerich y Giebert, y La Bovril, y la quinta reúne testimonios de ex obreras del frigorífico.
La elección de estas temáticas respondió a la intención de vincular el relato sonoro con las piezas exhibidas, permitiendo que cada audioguía complemente y amplíe la información que el visitante observa en sala. También se buscó mantener un equilibrio entre la historia institucional, la memoria social y las voces de la comunidad, de modo que el recorrido reflejara tanto el valor material como el patrimonio inmaterial que habita allí.
El objetivo principal fue ordenar y seleccionar las historias más significativas que comprendan los objetos y documentos a través de la metodología de layering, que intenta tender puentes entre el museo y el visitante, sumando capas de sentido para responder preguntas acerca de lo exhibido.

–¿Cómo llegaste a esa capitulación definitiva?
–Al comenzar el proceso de selección del tema para las audioguías, se advirtió la ausencia de un hilo conductor en la exhibición del patrimonio. Esta falta de cohesión aludía a la inexistencia de un guión museográfico que organizara y presentara los objetos de manera clara.
No se trata de una crítica al trabajo de la comisión, que desde hace 31 años sostiene el museo de forma ad honorem, con compromiso y dedicación. Su labor es profundamente valiosa: mantienen viva la memoria colectiva de la comunidad en un contexto donde ellos mismos reconocen la falta de profesionales especializados en museología.
La intención, más que señalar una carencia, fue describir el estado de situación y evidenciar los aportes que las audioguías pueden ofrecer. Las exhibiciones no son simples agrupaciones de objetos, sino relatos construidos en torno a temáticas específicas, con una estructura y una intención pedagógica orientada a transmitir valores sociales, artísticos o científicos.
Frente a esta realidad y a la gran cantidad de piezas exhibidas, las audioguías se pensaron como una herramienta de curaduría: un recurso para jerarquizar y dotar de sentido a los contenidos presentes en sala. De este modo, la estructura final del proyecto se definió en torno a los ejes temáticos más representativos de cada espacio, con el objetivo de construir un relato accesible, coherente y sensible que acompañe al visitante en la interpretación del patrimonio que la institución resguarda.


–¿Qué te dejó este proyecto, en lo personal?
Me dejó una certeza: que la memoria no está en los archivos, sino en las personas. Escuchar, registrar y transformar esas voces en relatos sonoros fue una forma de devolverles su lugar en la historia. Un patrimonio para escuchar me permitió unir mi formación, mis afectos y mi mirada sobre la comunicación en un mismo gesto, en darle sonido a la memoria de un pueblo.

–¿Qué de lo que inevitablemente quedó afuera te parece interesante compartir?
–Algunas partes del patrimonio no pudieron incorporarse en las audioguías por cuestiones de coherencia narrativa y estructural. Por ejemplo, los restos arqueológicos quedaron fuera, ya que su tratamiento requeriría un enfoque distinto para integrarlos adecuadamente al recorrido.
Aun así, me parece importante mencionarlos, porque forman parte de la historia más antigua de la zona y abren nuevas posibilidades de trabajo para futuras producciones.

–¿Cuál es el aporte de la oralidad en los procesos de recuperación de la memoria?
–Opté por trabajar con el relato oral porque consideraba fundamental registrar testimonios en primera persona sobre la historia de Santa Elena. La oralidad permite rescatar voces y experiencias que, con frecuencia, quedan fuera de los relatos oficiales.
En particular, me interesaba visibilizar las historias de las mujeres obreras, ya que las narraciones históricas tradicionales suelen construirse desde una perspectiva de poder predominantemente masculina. Por ejemplo, al inicio de la investigación observé que en el museo existía únicamente una referencia a las mujeres obreras: una pequeña fotografía en una vitrina, sin mayores indicios de su participación en la historia. Incorporar sus voces me permitió ampliar la mirada sobre el pasado y contribuir a la reconstrucción de una memoria más plural, inclusiva y sensible.

–¿Qué caracteriza a Santa Elena?
–Se reconoce por su historia industrial: tuvo una de las fábricas más importantes del país, que aunque ya cerró y despierta cierta nostalgia, fue fundamental para la conformación de la ciudad tal como la conocemos.
También son tradicionales sus carnavales llenos de color y energía, y la pesca, que sigue formando parte de la vida cotidiana y del turismo. Todo esto, junto al río Paraná y sus paisajes y ¡ni hablar de sus atardeceres!, le da a la ciudad una identidad única en la que se combina historia, tradición y naturaleza.

–¿Cómo dialoga la Santa Elena actual con esa Santa Elena histórica?
–Siguen profundamente conectadas. Todavía hay lugares que lo reflejan, como el Correo, la Comisaría o el guinche (todos en la zona de la costanera, cerca de la fábrica), que siguen ahí, resistiendo al paso del tiempo. En esos espacios la historia se vuelve visible: no como algo del pasado, sino como una presencia que nos habita. Podemos decir que el diálogo sigue vivo, no sólo desde lo edilicio, sino también desde la memoria y el sentimiento de pertenencia que conserva la gente.

–¿Qué significó el frigorífico?
–Fue mucho más que una fábrica, fue el corazón del pueblo. Durante muchos años dio trabajo y movimiento a toda la comunidad. Gracias a su crecimiento, se formó prácticamente una “ciudad-fábrica”, que llegó a tener reconocimiento internacional por la producción de carne y alimentos.
Cuando cerró, se sintió como una herida colectiva: trajo desempleo y tristeza. Aun así, el recuerdo sigue muy presente, y con él, una esperanza que no se apaga: la de que algún día el frigorífico vuelva a abrir y recupere ese pulso que alguna vez marcó la vida de Santa Elena.

–¿Qué “descubriste” del pueblo mientras avanzabas en la producción?
–En la investigación encontré un documento sobre el nombramiento del Dr. Kemmerich como vicecónsul, en el tiempo que funcionó un viceconsulado alemán en Santa Elena, el cual fue entregado al museo una copia para su conservación.
Pero más allá de ese hallazgo puntual, el mayor descubrimiento fue comprender la riqueza de las historias que guarda este lugar y la fuerza con la que su gente las mantiene vivas. Cada testimonio, cada archivo, cada rincón del pueblo me permitió entender que Santa Elena no sólo tiene pasado, sino también una memoria activa que sigue contando quiénes somos.

Una historia de trabajo

El frigorífico Santa Elena empezó en 1871 como saladero de carne salada y seca, conocida como tasajo o “charqui”, con Federico González y Eustaquio y Norberto de la Riestra. Luego fue la empresa Kemmerich & Cía. la que introdujo el extracto de carne, un caldo concentrado en pequeños frascos, idea que el alemán George Christian Giebert había traído al Río de la Plata a partir de un invento del químico Justus von Liebig. Más tarde, en 1909, capitales ingleses de Establecimientos Argentinos de Bovril Ltda. la compraron e hicieron durante años una especie de “ciudad fábrica”. Así se mantendría el frigorífico hasta 1973, hasta que fue traspasado a un grupo de estancieros argentinos con el nombre de Frigorífico Regional Santa Elena.
Los ingleses de la Bovril habían construido un frigorífico paternalista. Hospital propio, panadería, carnicería, sodería, canchas de tenis y de golf, escuela y guardería para hijos de las 600 mujeres que trabajaban en él.
El extracto de carne iba a Europa durante la Primera Guerra Mundial para alimentar a las tropas aliadas y sus latas se hicieron famosas en todo el mundo. Más recientemente, en 1982, en Santa Elena se hacía estofado con carne para las tropas argentinas en Malvinas.
La fábrica cerró en 1993, cambiando por completo la vida de los santaelenenses.

Esos relatos respiran

Las cinco audioguías creadas por Romina Marichal tienen una duración que oscila entre 4’43’’ y 6’32’’. Se trata de contenidos encapsulados autónomos, disponibles para que cualquier visitante del Museo pueda escucharlos en el momento que desee.
En cuanto al contenido, el carácter dramatizado de las piezas supone un desafío en su realización, pero también otorga al relato una notable soltura y vitalidad. Los micros no se limitan a resolver la situación dramática ni a presentar testimonios: incorporan una cantidad significativa de información contextual, que enriquece la comprensión del tema abordado.
De lo escuchado, destaca la labor de documentación que los sustenta y, a la vez, un sentido autocrítico que evita la sobrecarga de datos. Esa armonía entre rigor e interpretación hace que las piezas resulten ágiles y precisas.
Cada episodio mantiene una estructura clara: planteo del tema, desarrollo a partir de distintos testimonios y cierre. La narrativa enlaza pasado y presente, propiciando un diálogo entre el visitante y aquello que observa a su alrededor. Las escenas sonoras están cuidadosamente logradas y permiten percibir con nitidez los cambios de tiempo y espacio. Además, los podcasts comparten una estética coherente, pensada para conformar un circuito de escucha que sugiere un recorrido posible. De este modo, contenido, estructura, estrategia y estilo se integran con unidad y personalidad en cada pieza.
Todo en el trabajo aparece en su justa medida: la palabra dramatizada, las declaraciones, las músicas, los efectos y la locución final. El resultado es una escucha placentera y envolvente.
No cabe duda de que estas audioguías trascienden la función de mero acompañamiento sonoro. Contribuyen a revalorizar la riqueza del Museo, dotan de vida a las piezas inertes y acompañan con calidez la experiencia del visitante, invitándolo a explorar nuevas formas de acercarse a las dimensiones del pasado.

Te recomendamos…

Una escuela con swing

Una escuela con swing

Con creaciones jazzeras sobresalientes que quedaron inscriptas en la memoria popular y en la sensibilidad de distintas generaciones, el viernes 12 a las 21, en la Almacén de los 33 habrá un espectáculo musical que se enmarca en una experiencia colectiva singular, como...

Claroscuros de la inclusión, en primera persona

Claroscuros de la inclusión, en primera persona

Al dar voz a los protagonistas, Las voces de la inclusión promueve un cruce entre educación y discapacidad, pero desde la singularidad de cada existencia. El libro, que forma parte del catálogo de La Hendija Ediciones, recupera la palabra de personas con diagnóstico...

Amistad hecha canción

Amistad hecha canción

Con un puñado de 18 canciones, el Dúo Enarmonía buscó prolongar los aromas de una amistad de dos décadas con Rafael Amor, fallecido en 2019, a los 71 años. Vivito y cantando se llama el disco que al compás múltiple de zambas, tangos, candombes y joropos ha recuperado...