El alfa y omega de la historia

11 marzo 2025 4 minutos
Víctor Fleitas

Con El rastro de la canela, Teatro del Bardo incorpora una gema a su colorido y aromático repertorio. Se trata de un unipersonal protagonizado por Walter Arosteguy, dirigido por Valeria Folini, que encuentra formas presentes de interpelación en los dobladillos del relato escolarizado de la Revolución de Mayo, al poner en contexto los alcances de las libertades individuales.

Al menos tres espacios para el debate y uno más para que germine una especie de paradoja propician la obra El rastro de la canela, estrenada en la sala de Av. Almafuerte 104 bis, en una noche estrellada de febrero, agobiante, vibrante de hastaluegos.

Para este colectivo de artistas, mirada en clave de balance, la luz de vela encendida en medio de una oscuridad de monte marca un camino, sinuoso, por momentos serpenteante, que si se lo adivina desde la perspectiva adecuada puede conectar lo porvenir con los sueños de libertad originados hace un cuarto de siglo, a 170 kilómetros de Paraná.

Tal vez por eso resulte oportuno el estreno de esta pieza teatral, basada en la novela del mismo nombre de Liliana Bodoc, adaptada por Arosteguy y Folini, ahora que las aves de ese árbol escénico -que ha sido la sede de Teatro del Bardo- salieron a buscar dónde anidar para una próxima temporada.

La obra en cuestión es una historia contada desde los márgenes si se tiene por cierta la versión de manual de la Revolución de Mayo. Sin embargo, en la puesta, los detalles explican los núcleos conceptuales, los postulados abstractos y el mestizaje de experiencias que atraviesan las alianzas inscriptas en las grandes líneas de la historia con mayúsculas.

En detalle

El primer apunte es que el texto original ha devenido en una adaptación adecuada, en el sentido de que el contenido literario se ha dejado invadir por el verbo escénico, ha construido de manera pertinente sus signos y ha dotado a la versión de una textura característica, propia de la trayectoria e intereses de sus dramaturgos: el acento puesto en que la potencia de la palabra dicha se expande y profundiza con el gesto teatral, la estrategia discursiva estroboscópica que ordena y descompone los fragmentos de la narración, junto a la presencia de músicas globales que llenaron los sábados de charlas y convites litoraleños.

Así, pese a que ha mantenido el nombre de la novela, la obra de teatro El rastro de la canela es una apuesta singular, cuya escritura ha partido de una inspiración literaria pero que la ha transformado a tiempo para darle una personalidad única, hecha en Paraná, Entre Ríos, Argentina.

La escena inicial arranca con una esclava colonial en un rincón, inclinada hacia un fuentón de relaciones sociales que la nombra sin hacerlo. Sobre una soga para tender ropa, Arosteguy irá presentando los personajes que interpretará. Los trajes y máscaras, abrochados al nervio que ciñe el relato, dejan de ser objetos inertes cuando encarnan una memoria, se vuelven parlantes, pensantes, sintientes: acusan, defienden, prejuzgan, amenazan, extrañan, advierten, desean, recrean, mientras cuentan su visión de los hechos.

En El rastro de la canela hay una puesta en valor de la transmisión oral como expresión de verdad, que es la manera habitual en que los sectores subordinados hacen memoria. En la sumatoria de narradores múltiples, el espectador dialoga con las maneras en que el orden social afecta las ideas de una época y en cómo las vicisitudes políticas perfilan las opciones personalísimas, inclusive ante el amor.

Performance

Bajo los rigores de un parlamento exigente, en la función inaugural Arosteguy se mostró sólido, convincente y suelto a la vez, liviano; flotó con su interpretación, a tempo, en sintonía; aplicó un repertorio de proporciones justas que le permitió deslizarse graciosamente entre los personajes y las técnicas actorales. Al resto de los recursos escénicos les corresponde la misma ponderación: la construcción el diseño lumínico, la irrupción de las inserciones musicales, la concatenación de lo actuado con la aparición de las voces en off ha conformado una unidad semántica, es decir, han hecho su parte sin que se adviertan los hilvanes, en general armónicamente integrados.

En cuanto a la universalidad, el texto, el motor dramático de El rastro de la canela, reconoce combustibles múltiples. Es una galería de acuarelas en movimiento, conectadas por un hilo imperceptible que marida la cultura (en su más amplia y cotidiana acepción) con la política, ya sea hegemónica o de resistencia.

Es que, en nuestras historias, las circunstancias cuentan. Tanto se trate de aceptar sin más los cánones del guion general o para objetar los rasgos del personaje que nos hubieran asignado, es imposible que los entornos no contaminen nuestra visión de los procesos ni predispongan a tomar unos caminos sobre otros.

Espejos

En ese sentido, con la adaptación del texto original y la puesta en escena de El rastro de la canela, Teatro del Bardo se ha sumergido en las profundidades de su propia historia ambulante. La extensión de sus sístoles y diástoles y la complejidad de sus aciertos y fallidos es difícil de explicar sin atender a los específicos contextos de producción, inscriptos en la tradición del teatro independiente en las provincias. En efecto, habitada por voces distintas y visiones diferentes que sin embargo han construido una insignia, Teatro del Bardo se ha caracterizado por la búsqueda que, a veces, fue a tientas y otras con claridad meridiana.

Por eso, ha sido un oxímoron que, con el fugaz estreno de esta obra, Del Bardo haya cerrado un ciclo de años. Para ellos y para todos, el futuro es incierto. Lo innegable es que el tintineo de las estrellas persiste, pese al cielo nublado.

Después de todo, de la historia de amor en tiempo presente que se quiera contar dependerá el aroma que quedará grabado en la memoria, lo que constituye un verdadero programa de vida, además de una movilizante propuesta artística.

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