Como la gramilla que busca el sol entre los adoquines, Raúl Barboza aprendió a afrontar las contrariedades sin que la batalla le agriara el vino de la generosidad, la creatividad y la innovación. Músico autodidacta, compositor magistral, le dio vuelo al chamamé que resonaba desde una aldea interior que lo conectaba con la cultura guaranítica.
Fue un fuera de serie que vivió entre nosotros como uno más, nos deleitó con su sentido del arte musical, nos regaló una caballerosidad de pequeños gestos, nos interpeló con la filosofía originaria con que emprendía los días y, sin embargo, los datos más significativos de su existencia permanecen en una especie de misterio, atractivo, abismal, exuberante como los paisajes que lo aquerenciaron.
Los registros oficiales indican que nació el 22 de junio de 1938, en una Buenos Aires que empezaba a verse invadida por un aluvión de cabecitas negras. Pero su mamá, Pilar, solía contar que en un hogar donde la música llegaba a través de la radio, en su vientre, quien luego se llamaría Raúl Barboza, se alborotaba apenas sonaba un chamamé, lo que no le ocurría con otros estilos. Esa conexión con una cultura que geográficamente latía a cientos de kilómetros es, además de un emergente enigmático, una nota que atravesó su longeva existencia, formalmente interrumpida el 26 de agosto de 2025, en París.
El tintineo de esa estrella chamamecera lo guió por noches inciertas e incluso ante tentaciones de luna llena. Entre ambos no hacía falta grandes intercambios. Permanecer en silencio era el tónico. Ella lo miraba desde la mirada de él. El chamamé, el azar, las coincidencias resonaban dentro suyo y aparecían cada tanto en historias narradas en primera persona.
Barboza ha sido un artista atento con la prensa y los realizadores audiovisuales. De su parte, siempre había tiempo para quien quisiera entrevistarlo, no importaba el lenguaje ni el formato elegidos.
Así, sabemos que los costos de uno y otro instrumento llevaron a que su padre, Adolfo, se inclinara por un acordeón elemental en lugar del bandoneón que originalmente fue a buscar. Lo que probablemente no sospechó era que ese purrete de rostro aindiado iría procurando un sonido mestizo, al que aportaron distintos tipos de dispositivos con fuelle, a lo largo de los años, de un lado y del otro del océano, hasta alcanzar el estadío del referente.
Autodidacta estudioso, curioso y metódico, brillante también, Barboza fue hundiendo raíces a medida que cumplía sueños. Lo hacía espontáneamente, mientras descubría sus cualidades con teclas y botones y su sentido de la afinación, alimentándose de la inspiración melodiosa de los grandes del chamamé, conectándose con una cultura que lo precedía y lo proyectaba.

La savia azul que brotaba de ese sustrato fértil fue recreando en su interior un universo de selvas infinitas y aguadas parlanchinas. Desde esas enramadas canturreaba un pajarerío dichoso, cuyas voces intentaba imitar desde el acordeón. Esos diálogos provocados entre lo inerte y lo vivo lo hacían trascender a otros espacios en su memoria. En su evocación, el patio familiar lleno de plantas, el aroma dulce y cítrico de la higuera, la mesa redonda de hormigón recubierta con pedacitos sobrantes de azulejos, el leve perfume violáceo de los ramilletes blancos con que florece el paraíso, miraban de reojo la artesana dedicación de Adolfo, su padre, ante el asador humeante.
Por cierto, una notoria influencia ejerció su progenitor sobre la sensibilidad de Raúl Barboza. Cada vez que podía le destacaba esa elegancia de obrero o el trato respetuoso, pacífico. Lo buscó imitar en la forma de relacionarse con los demás, en la gentileza de los modales, en la manera de caminar sin apuros, calculando los senderos, aunque anduviera por callejones nostálgicos del parisino barrio latino.
Pese a haber tenido un vínculo fructífero con músicos consagrados de todo el mundo, Raúl recordaba cómo lo guiaron las palabras sencillas de su papá, estibador y guitarrero, cuando le transmitió la inquietud de no tocar plano, sino con matices, como si con la intensidad pudiera imitar los volúmenes de la vegetación guaraní, el énfasis de su paleta de colores, la profundidad de sus galerías, la cambiante densidad de su sonoridad salvaje.
Al seguir el paso de las enredaderas armoniosas que cuchichean hacia la copa del árbol interior, Barboza pulió un arsenal de efectos: los vibratos que hacen aletear la tonalidad, unos pequeños golpes de fuelle que sonaban a pizzicatos, los contrapuntos de agudos y graves, las disonancias características y la certeza poética de que no hace falta tocar una nota para hacerla presente. De todos modos, esos gestos de virtuosismo eran recursos aplicados al objetivo de que las melodías viajeras pudieran desplegarse en distintas texturas.
Lo significativo en la obra de Barboza es, por un lado, que exploró con ritmos, tiempos, pulsos y timbres, sin moverse del chamamé. Por el otro, que en el estudio comparativo de obras ajenas se enfocó menos en cuestiones formales que en las condiciones que alumbran la expresividad de esas músicas que admiraba. De hecho, pasó la vida intentando encontrar la clave que distingue al buen músico del artista: lograr que el instrumento comunique estados de ánimo, además de tocar correctamente.
La cosmovisión guaraní fue modelando el espíritu de Barboza y, de adentro hacia afuera, la convicción de que podemos ser parte de una red entrañable se le fue volviendo una forma de vivir. Con cada actuación, con cada ensayo, renacía una parte de esa maqueta en movimiento, viviente, en la que las criaturas animales y vegetales estaban conectadas de un modo amoroso y colaborativo. Es cierto que tenía la llave de entrada a la tierra sin mal; no obstante, siempre estaba abierta la puerta de esa casa luminosa que habitó.
Sin esta dimensión es imposible entender su noción festiva, litúrgica, del acto musical, que lo llevaba a establecer un mismo vínculo con el arte: ya sea en formación de trío o cuarteto, con orquesta de cámara o acompañando a un descendiente guaraní que cantaba con la selva de fondo mientras tocaba un violín rústico, Barboza ayudaba a conformar una unidad armónica y misteriosa, irrepetible, similar en su esencia a la que se presentaba cuando emocionaba a cientos en salas calefaccionadas o teatros formidables, en distintas ciudades del mundo.
En ese espacio, que es la memoria, se quedó siendo feliz, haciéndole travesuras galácticas a los teclados de un acordeón conversador, llenando de un sonido lírico, espectral, los recuerdos sensibles.
Voces amigas
Como un alquimista, Barboza aprendió a macerar los productos de la tierra y combinarlos en la proporción justa, para producir un licor natural. Hojitas tiernas, pequeños tubérculos, florcitas por las que nadie daría demasiado fueron encontrando un espacio en su receta. Ese secreto lo definía. Era suyo, pero no le pertenecía.
Cada sorbo de ese elixir hecho música nos retrotrae al aura de Barboza que, desde una sonrisa imborrable, alienta a quienes piensan que el arte tiene sus propias compensaciones. Ese menú de gratificaciones infinitas y efímeras tiene la capacidad de morigerar los pesares que pudieran presentarse y justifican la decisión de pulir un lenguaje propio que comunique con los demás, les haga experimentar un abrazo ancestral y al instante siguiente los estimule a volar por dentro y por encima de los paisajes que la libertad determine.
Los integrantes de Magma pudieron disfrutar, con distinto nivel de intensidad, de la presencia de Raúl Barboza. Con medio siglo de música en su haber, Magma ha sido un paraguas artístico en el que el rock, el folklore y el jazz han modelado una narrativa propia. Distintas circunstancias fueron cruzando los caminos de integrantes de Magma de distintas épocas con los de Barboza. Un vínculo artístico y humano de tantos años merecía la consulta de Tekoha. Las respuestas de Cacho Bernal, Alfredo Ibarrola, Pancho Torres, Osvaldo Aguilar, Nardo González y Alberto Felici, son también un modo de duelar a alguien que no sólo fue querido, sino que dejó en ellos una marca imborrable.


–¿En qué circunstancias conocieron a Barboza?
–Bernal: A Raúl, a quien considero un amigo, lo conozco hace más de 20 años. Fue en Posadas, en el Festival Nacional del Litoral, que lo escuché por primera vez, con su Tren Expreso. Yo vengo de una familia de músicos, así que de chico nomás me crucé con su sonido y su arte.
Empecé a tocar con él a partir de una presentación que hizo en Posadas, junto al guitarrista Choli Soria. Esa invitación se transformó en una propuesta de trabajo, el año siguiente. Desde entonces, alternativamente, no paré de tocar con él.
–Ibarrola: Lo conocí personalmente en mayo del ‘84, cuando apareció de improviso en el escenario de la Biblioteca Popular de Paraná, y tocó Merceditas junto al Chango Farías Gómez. Era el primer concierto de lo que fue la Alternativa Musical Argentina.
–Torres: La primera vez que escuché con atención a Raúl Barboza fue en el disco de Mercedes Sosa “en Argentina”. Años después pude disfrutarlo en vivo y muchos años después tuvimos una hermosa charla en el camarín del Centro Cultural Provincial de Santa Fe. Tuve la suerte de poder tocar con él en el Teatro 3 de febrero de la ciudad de Paraná y en el CCP de la ciudad de Santa Fe.
–Aguilar: Lo conozco a Raúl personalmente cuando Alberto Felici generó una producción que le permitió un nuevo desembarco en la Argentina por los ‘90. Casualmente se alojó con Olga, su esposa, en mi casa.
Desde entonces se entabló una familiaridad que fue creciendo a medida que fuimos compartiendo desde las charlas atravesadas por anécdotas y pensamientos cuasi filosóficos que casi siempre redundaban en pensamientos musicales.
–Felici: Tal como dice Alfredo, a Raúl lo conocimos en el año ’84, cuando empezamos con el ciclo de la Alternativa Musical Argentina, en la Biblioteca Popular del Paraná. El Chango Farías Gómez me dijo que un amigo suyo venía a Paraná a tocar el acordeón y se llamaba Raúl Barboza. Por supuesto que no era un desconocido para nosotros.
En principio, pensaba llegar después de su concierto, pero se suspendió por falta de público. Esa era la realidad que vivía Raúl, antes de irse definitivamente de la Argentina.
Esa noche, con el Chango, que tocaba la batería, estaban Lito Vitale en piano, Lucho González en guitarra, Bernardo Baraj en saxofón, Jorge Navarro (hijo) en aerófono y Obi Homer en bajo. Tremenda máquina de música instrumental. Ellos lo convidaron a Raúl, que llegó con su Anconetani, color azul. Improvisaron con Merceditas, en La menor. Fue apoteósico. Diez minutos indescriptibles. Notable la capacidad de Raúl para ordenar toda esa masa sonora y llevarla más allá de lo imaginable. El concierto terminó por invasión del público, que se subió al escenario para abrazar a los artistas que le provocaron ese éxtasis.
Más tarde, se abrieron las aguas del río que comandaba el Chango y el trío Vitale-Baraj-González terminó consagrándose en Cosquín. Donvi Vitale, el papá de Lito y fundador de Músicos Independientes Argentinos, bautizó a Raúl como el padre de la criatura, con aquella Merceditas como caballo de batalla.
–González: Contar la experiencia y el recorrido con Raúl es dar cuenta de una cantidad impresionante de humanidad. Lo conozco desde siempre, porque Raúl sonaba en el patio de mi casa, donde mi papá escuchaba tango y chamamé. Yo crecí rodeado de esa música. Cada vez que sonaba el acordeón de Raúl generaba algo especial en mí.
Luego desarrollé mi carrera musical, toqué con muchos grupos en Paraná, Buenos Aires, Gualeguay. Un día recibí la convocatoria para tocar con Raúl, que estaba volviendo a Argentina. Fue un sueño. Parecía mentira pero era real. En ese momento lo tenía como el mejor acordeonista que había escuchado y lo corroboré después de tocar juntos por 25 años.
Nos cruzamos en Buenos Aires, en un ensayo. Estábamos Cacho Bernal, Horacio Castillo, Raúl y yo. Me acuerdo que golpeó la puerta. Venía con un paquete en cada mano. Traía facturas y chipá. Lo primero que dijo fue “muchachos, ¿hacemos el mate?”. Ahí comenzó formalmente la cosa.

–¿Cómo era en el trato cotidiano?
–González: Raúl siempre fue una persona muy tranquila. Muy humano. Muy generoso. A la vez, era un ser inteligente para gestionar las emociones con la gente y anteponer ese vínculo amoroso, leal, a la hora de hacer música.
En el trato cotidiano era parecido. La música lo era todo. Estábamos a su servicio. Por eso hacíamos el mismo show para un teatro repleto, un festival popular o para un puñado de personas. La música mandaba y eso ordenaba las relaciones entre nosotros. Él le daba todo a la música. Vivía para la música.
–Felici: Cuando los Magma nos quedamos sin laburo, avanzados los ’90, recibí una invitación de Gustavo Gianetti, alma mater de La Trastienda, oriundo de Paraná, hermano de Graciela. Me sumé a un equipo que produjo la presentación del cantante catalán Nilda Fernández. Su baterista era un argentino, de apellido Méndez, que me habló del suceso de Barboza en París, a quien conocía. Iba a tocar en el Teatro Bataclán, que luego fue célebre por un sangriento atentado. Presentaba La tierra sin mal. Lo importante es que el contacto se activó, al tiempo me llamó Raúl y empezamos a planear el regreso, que fue sumamente exitoso, con una repercusión espectacular. Así empezó la relación que, en 28 años de trabajo, superó los alcances de un equipo de trabajo.
–Ibarrola: Lo traté mucho cuando venía a tocar a Paraná o lo acompañaba a alguna de sus giras, ayudando en la producción. El trato era cordial, respetuoso. Pero me era difícil dejar de verlo como alguien que admiraba desde chico, creo que a partir de su participación en la Misa Criolla de Ariel Ramírez.
–Torres: No he tenido la suerte de tratarlo en el día a día, solo puedo contar que en el ensayo y posterior concierto que se hizo en Paraná y Santa Fe sentí a una persona que imponía respeto desde lo afectivo, de rica charla, haciendo música de la mejor manera.
–Felici: Al principio, luego del regreso a Argentina, Raúl eligió su propio acompañamiento, con el que incluso grabó un disco. En la convivencia, le fui presentando músicos y a él le gustó cómo tocaban. En un determinado momento, eran los integrantes de Magma los que acompañábamos a Raúl, lo que nos permitió mantenernos unidos. Fue un acto a conciencia, porque la situación de esos años nos había desperdigado por el país. No obstante, salvo en la última oportunidad que vino a Paraná, en 2025, nunca Magma tocó junto a Barboza.
–¿Por qué?
–Felici: Como grupo veníamos de una experiencia dura con León Gieco. Nos aliamos a él, trabajamos juntos, y lo que pasaba en esas movidas era sumamente interesante. Pero la trascendencia de su figura nos empezó a jugar en contra: parecía que con Magma no alcanzaba; los productores querían que esté León. Ahí aprendimos que, más allá de las buenas intenciones, abrazarse a un personaje de otra dimensión puede ser sumamente riesgoso.
Si bien Raúl ejercía un atractivo distinto a lo que generaba León, no quisimos repetir aquello. Preferimos cuidar a Magma. Pero Barboza quería que toquemos juntos, por la historia en común. Por eso, accedimos y compartimos shows en Paraná y Santa Fe.
–¿Qué idea tenían de él y qué idea se hicieron luego al tratarlo?
–González: Yo conocía la obra de Barboza. Al frecuentarlo, esa buena impresión se potenció. Era humanamente maravilloso, una gran persona. Arriba o abajo del escenario transmitió el mensaje y la cultura de nuestra tierra. Él fue un embajador y lo va a seguir siendo. Los pájaros, el río, la sencillez del hombre común, las costumbres y las necesidades de la gente: a eso estaba atento.
–Torres: Es verdad, Raúl tenía un gesto siempre muy respetuoso, calmo y cálido, fue un gusto siempre que me comuniqué.
–Bernal: La misma. Era un tipo de una pieza. Él decía que quienes tocábamos con él éramos compinches: salíamos de gira, viajábamos, compartíamos la vida con sus momentos hermosos y, también, los no tan lindos. Pero la pasábamos siempre bien. Se creaba una atmósfera estupenda, de amistad sincera, respetuosa.
–Felici: Con Raúl habremos trabajado juntos como para unos 500 conciertos en casi tres décadas. Salvo Tierra del Fuego, recorrimos todo el país. El trato cotidiano era familiar. Él era una persona absolutamente calma, con mucha autoestima, muy respetuoso de las otras personas. Nunca lo escuché hablar mal de un artista.
A Raúl el país le terminaba doliendo. Luego de tres meses de trabajo acá, se indignaba por cosas que veía en la calle. En Buenos Aires, por ejemplo, que es una ciudad dura. Se iba disgustado, pero al tiempo quería volver porque, bueno, este era su país.
Para el trabajo profesional, Raúl era una persona dócil. Nunca se negó a hacer ninguna nota periodística. Jamás tuvimos una discusión de dinero. Ni siquiera teníamos firmado un contrato. Con él me manejé con un poder pleno para los países de habla hispana. Así, armamos presentaciones incluso en Londres y en Israel y nunca tuvimos ningún problema. Fue un placer trabajar con él.
Raúl fue una persona maltratada.

–¿Maltratada?
–Felici: Hay ciertas cosas vinculadas a la música que él hacía que la remitían a la provincia de Corrientes, cuando Raúl no había nacido allí. Muchos de los disgustos los tuvo por eso. Le dolía ese destrato y desprecio, porque sus padres eran de sangre guaraní.
Él decía: “Soy un guaraní que nació en Buenos Aires”. En ese plano, fue una gran alegría para Raúl cuando la Universidad Nacional de Rosario le dio el doctorado honoris causa. Lo vivió así. Luego pasó lo mismo con la Universidad Nacional del Nordeste, con sede en las provincias de Chaco y Corrientes.
–¿Qué les llamó la atención de Barboza como artista?
–Ibarrola: Su libertad, intuición, ductilidad y modernidad, casi autodidacta, para tocar.
–Torres: Su fuerte contenido humano, paisajístico y de alto gusto musical, todo esto sostenido por un virtuosismo técnico y un hermoso sonido, único, marca Barboza. Además, Raúl aportó un nuevo trato a la música tradicional, fue un innovador, rompiendo con gracia, estilo y vuelo formas armónicas y melódicas ya conocidas.
–González: He tenido la suerte de recorrer con él Europa y América, China, toda la Argentina. Es alguien que marcó una generación en la música argentina. Es imposible despedirse de él. He sido un privilegiado en acompañarlo con la guitarra. En el medio de la selva, escuchaba los sonidos de la naturaleza y me inspiraba a que lo saquemos con los instrumentos porque ahí ya había música. Tenía devoción por el canto de los pájaros. Esa era su filosofía: el respeto supremo por la vida.
–Bernal: Raúl fue el responsable de llevar la música del chamamé al mundo, fundamentalmente a Europa. Hasta ese momento se conocía la música argentina a través del tango, pero con él empieza a ser valorado el chamamé. Ese es un aporte invaluable.
–Felici: Raúl sabía lo que no quería hacer. Pero después era un artista abierto a las distintas propuestas. Nos gustaba recorrer la Argentina e ir haciendo postas en pequeñas localidades. Disfrutaba de la vida pueblerina. Y en cada lugarcito tenía amigos.
–Mencionaste que tenía claro lo que no quería hacer. ¿A qué te referías?
–Felici: A que, para un artista genuino como él, ese límite es fundamental porque esa claridad te permite adaptarte a distintas situaciones y propuestas, sin generar una incomodidad interior.
A veces discutíamos con Raúl porque era generoso con artistas que no eran recíprocos con él. Luego, con los días, la convivencia limaba esas diferencias y todo seguía fluyendo.

–¿Con qué responsabilidad asumía su papel de músico profesional?
–Ibarrola: Siempre lo vi muy profesional, serio.
–Felici: Muy coqueto para vestirse, siempre bien cuidado. Muy gentil con el público, dedicándole tiempo y contenido, así fuese una criatura o un señor de 90 años que se sentaba al costado del escenario sobre una silla para estar más cerca, a quien le preguntaba cada dos o tres temas si le estaba gustando.
–Torres: No puedo responder esa pregunta desde la intimidad, pero pienso que con solo escucharlo más la tremenda trayectoria artística que tuvo, sobra para darse cuenta de esa alta responsabilidad y compromiso.
–Felici: Es como decís, Pancho, era un ejemplo, por su disciplina, por su estudio sistemático del bandoneón, aún a sus 87 años. Fue el nexo de la etapa de oro del chamamé con los nuevos tiempos. Puso a charlar la tradición con su propia sensibilidad, enriqueciéndola, haciéndola más bella. A una música sencilla le dio una dimensión planetaria, que hacía que un europeo o un correntino se sintieran atraídos.
Una vez hicimos una prueba con un acordeonista francés, del jazz, Francis Varis. Se presentaron en el Festival Nacional del Chamamé y la actuación terminó en una tremenda ovación, con un público que aplaudía las improvisaciones porque tenían ese toque característico del chamamé que a Raúl le gustaba preservar.
–¿Qué le destacarían como músico popular?
–Ibarrola: Su capacidad de comunicar, conmover a través de su música y la palabra con autoridad y fundamento.
–González: Raúl hizo cosas grandiosas por el chamamé y por la música argentina. Lo llevó a lugares inesperados, a culturas inimaginables. Respetando la pertenencia guaraní, puso al chamamé a la altura del jazz, del flamenco, de la música clásica.
–Torres: Lo ya dicho, su alma inquieta y honesta a la hora de componer, de interpretar, de sonar. No se quedó en lo hecho, con lo conocido, sino que fue más allá, conservando su identidad.
–Bernal: Es el puente generacional entre los creadores, como Isaco Abitbol, Tránsito Cocomarola, Tarragó Ros y Ernesto Montiel, y el presente.
–Felici: Comparto lo que dice Cacho. Agrego esto: siento que no era consciente de la magnitud de su influencia. Hay que tener en cuenta que cuando grabó en Brasil con Los caminantes, sentó las bases de una manera distinta de tocar el acordeón. Y así en tantas otras partes.
En una parte de la película La voz del viento se refleja un homenaje que le hicieron en Brasil, del que participó medio centenar de músicos significativos de aquel país.
En otra oportunidad, Barboza estaba saliendo de una intervención quirúrgica muy importante en su cabeza. Recuerdo que, por las dudas, contratamos a un acordeonista argentino radicado allá, en Brasil, llamado Alejandro Brítez, conocedor de la obra de Raúl, para que lo asista en la docena de shows si llegara a cansarse o tuviera dificultades con la digitación. Al segundo espectáculo ya no se lo necesitó. Raúl había prendido mecha y estaba tocando a full. Hay muchas anécdotas de este tipo: nunca le vi suspender un concierto.
Hace unos 15 años lo empezaron a reconocer en la calle y lo saludaban desde los autos o desde arriba de colectivos. Y él siempre sospechaba que se estaban dirigiendo a otro, no a él. Es increíble.
–¿Cuál creen que es el legado que deja para la música popular?
–Ibarrola: Ufff. Muchos ejemplos para los que vienen. Humildad, generosidad, profesionalismo, creatividad sin límite, y muchísimos seguidores y admiradores que ante la noticia inundaron las redes.
–Torres: Su música y su actitud dinámica y respetuosa por esa música popular, también su amor por el instrumento, poniendo en lo más alto al acordeón.
–Bernal: Él incorpora un sonido propio al chamamé. Tiene un toque distintivo, muy personal. Reúne lo que todo el mundo quiere lograr: tocar con personalidad, tanto que uno escucha dos compases y sabe que se trata de Raúl.
–¿Es un músico del litoral, de la Argentina o cósmico?
–Ibarrola: Universal, como corresponde a un músico popular. La música no tiene fronteras.
–Torres: Un músico con una fuerte y sentida identidad como centro, formando parte del todo. Un músico universal.
–Bernal: Con vigoroso arraigo en la música del litoral, Raúl es un músico que ha trascendido esta región que tanto amamos. El arte musical es universal.
–¿Qué aporte hace su obra a la valoración del chamamé?
–Ibarrola: Él hizo todo lo posible y más. Lamentablemente no fue valorado y reconocido por muchos referentes del género. No hablo de músicos, sino de algunos productores artísticos, organizadores de eventos y custodios del “tradicionalismo”, aquellos que dictaminan desde un púlpito qué cosa es qué cosa.
–Torres: Cuando escucho a Raúl Barboza, hay una sensación de “novedad” en su chamamé, una paleta de colores y sabores que se descubren, que cautiva. Hay una identidad formada por años que cuenta lo suyo sin someterse a moldes ya momificados. Una belleza que -en mi caso- no me importa en qué canasto entra, porque además, siempre se escapa de esas clasificaciones.

–¿Tienen alguna anécdota que lo caracterice como artista y/o ser humano?
–Ibarrola: Solo que, en una de sus últimas actuaciones, compartimos escenario con Magma, y él allí mostró su generosidad para abrir el juego musical a todos los colegas que estábamos tocando esa noche. Supo siempre alimentarse de lo que lo rodeaba para enriquecer su propuesta y entregar aún más de lo que hacía naturalmente.
–Torres: Sí, fue en Villa Dolores (Córdoba). Fuimos en familia a escucharlo, al finalizar el concierto, mi nieto Lucio, de 10 años, estaba fascinado y quería saludarlo, agradecerle. Esperé a que Raúl esté más tranquilo, ya que muchas personas subieron al escenario, nos acercamos y el encuentro entre Raúl y Lucio fue muy hermoso, muy transparente, un reconocimiento ancestral; hablaron y Raúl le regaló un CD, se lo firmó y se abrazaron. Cuando nos fuimos Lucio me dijo que “el disco quede en el auto, así cuando me llevás y buscás de la escuela lo escuchamos”. Y días después me dijo: “abuelo, yo, además del piano, ¿podría tocar el acordeón?”.
–González: Se construyó con Raúl una amistad maravillosa. Él decía que éramos como una tribu, que nuestros espíritus estaban en comunicación. Así sonaba la música, también. Para Raúl tocar era una ceremonia mucho más significativa incluso que el propio espectáculo que acontecía alrededor. Más profundo.
Hemos compuesto temas, grabamos discos, tocamos por todas partes: esa experiencia es un tesoro que llevo conmigo.
–Aguilar: Al ser el técnico de la grabación de sus últimos discos en el estudio Magma que teníamos con Alberto en Buenos Aires se generaban momentos de alto vuelo. Personalmente, fueron muy emotivos. Recuerdo en una de esas oportunidades que Raúl esboza las primeras notas en el estudio y tuve que agacharme detrás de la consola para ocultar mis lágrimas, ya que ese sonido era el que recordaba de siempre y admiraba.
–Bernal: ¿Una anécdota que nos salve de la tristeza de haber perdido a Raúl? Una vez, fuimos a tocar a Quito, Ecuador, por el Bicentenario. En la plaza, en pleno concierto, apareció una señora y pidió a los gritos “Kilómetro 14”. Raúl, entonces, entre sonrisas, le promete que “vamos a tocar algo parecido”, antes de arrancar con ese himno chamamecero, con letra de Constante Aguer y música de Mario del Tránsito Cocomarola, como le gustaba presentarlo a Raúl.
Más allá de la confusión, que alguien, en tierras tan lejanas a la nuestra, recuerde que hay un chamamé que se llama por el estilo, nos pareció una nota emotiva.
A partir de ese suceso, recordado por todos nosotros, otro compinche queridísimo, Nardo González, compuso una canción que se llama, justamente, Kilómetro 14.
–Felici: El vínculo que tuvimos fue intenso. Los dos abonamos esa relación de confianza. Él pensaba que podía tocar hasta los 90 años y yo había resuelto acompañarlo cada vez que él anduviera por acá. Técnicamente, él estaba impecable. Pero no pudo ser. Él tenía problemas renales. Los médicos franceses le venían sugiriendo diálisis, pero él las postergaba porque temía que le afectara la fuerza en los brazos y no pudiera tocar el acordeón como deseaba.
En las últimas conversaciones apareció la idea de regresar definitivamente al país, porque el fenómeno cultural en Francia estaba desgastado desde la guerra entre Rusia y Ucrania. Los especialistas le habían aconsejado que se instale una fístula, por si de urgencia fuera a necesitar diálisis. “Pero yo me siento bien, Albertito”, me decía. Eso fue el día antes de morir. En la charla me habló de su interés en transformar sus espectáculos en una conversación musical de la que participaran los artistas y el público. Sin necesidad de ensayos: libre expresión absoluta. Su idea era que ese clima de armonía que genera la música pueda ayudar a las personas a que vivan mejor. Un iluminado que iluminaba. De eso charlamos aquella vez, sin saber que se trataba de una despedida.











