Los que han sembrado la fantasía incandescente de un museo lleno de gente deben haberse sentido satisfechos con lo ocurrido el destemplado primer viernes de julio, en el Museo de Bellas Artes.
A la hora en que los autos piensan qué podrán cenar, tres avenidas espectrales confluyeron misteriosamente sobre los iluminados interiores del edificio sito en Buenos Aires 355.
Agrupados en galaxias espirales, esculturas, dibujos, cerámicas y grabados cuchicheaban sobre la prosopopeya de ciertos títulos, como Ocupar un lugar en el espacio, nombre de una muestra que recupera piezas de valía que forman parte del patrimonio del museo, reunidas bajo el rótulo de El cuerpo representado. La iniciativa fue concebida por el equipo de investigación del museo y desarrollado junto a la directora Julia Acosta.
Una de las obras tiene como autor a José Sedlacek (1900 -1981), brote autodidacta de una familia de origen checoslovaco, que se radicó en Santa Fe. Mientras vendía huevos en una canasta, se cruzó con el taller en el que Félix Argenti esculpía el mármol y así, sin proponérselo, ganó un maestro y luego un amigo. El artista legó obras significativas, que enriquecen el espacio público y el patrimonio de distintos museos, uno de ellos el de Bellas Artes de Entre Ríos.
La obra expuesta de Sedlacek se llama Alicia, en honor a su hija, artista también. Por tal motivo, esa noche fue una de las entrevistadas: su relato filial, ennoblecido por su experticia, se centró en la condición de testigo privilegiada del escultor en acción. A su turno, del convite participó Pola Ortiz, considerada por quienes se formaron hace un tiempo en la Profesor Roberto López Carnelli. Ella se refirió al papel que desempeña una modelo en la situación de creación plástica. El trípode se completó con la intervención de Raquel Minetti, en tanto escultora monumental. Todavía humea por los rincones el aura del magma amoroso y nostálgico que encendieron estas charlas donde las artes plásticas, los parentescos y las ausencias ardieron junto a fotogramas de la vida diaria.
La poética del cuerpo que se manifestaba en los grupos de obras (en total 43, en su mayoría de entrerrianos), propiedad del museo, y la densidad de la palabra viva, in situ, que rescató el sentir y las formas del hacer, recibieron el aporte de un polo magnético más.
A las tensiones existentes se sumó la performance Ordenamientos ociosos. Resistencia de lo cotidiano. En ella, la artista Raquel Minetti, sentada ante una mesa, imprimía orden y caos a unas migas de pan; y detrás, a prudente distancia, una imagen suya televisada exhibía maneras del ser y estar en otro espacio y tiempo.
Del choque de coordenadas, emergía una energía protónica que impulsaba un diálogo compuesto, que podía ser anécdota, detalle o esencia cuestionadora, según el capital simbólico con que se lo abrace, que no estaba hecho sólo de referencias a lo bi o tridimensional de las obras, de alusiones a estilos y materiales utilizados en distintas épocas o a acepciones de esa entidad difusa que llamamos cuerpo humano, según los autores seleccionados.
Lo que leudaba en esa pluralidad latente de tematizaciones sobre la apariencia corporal era una especie de actualización placentera de las discursividades anatómicas, morales, filosóficas y antropológicas, de género, que se sucedieron y que aún pugnan por imponerse.
A primera vista, internarse en semejante monte cultural y extraviarse en los senderos que dejan ver los haces de luz que las distintas tecnologías filtran por encima de la espesura de lo cotidiano, parece una estrategia interesante para visibilizar, valorar y volver presente una selección de objetos artísticos del ayer; y, por otro lado, para que los mundos interiores convulsionen y los visitantes sientan que algo excitante ocurre mientras recorren las salas.
La propuesta está en sintonía con la idea de recuperar voces para ponerlas en escena, en posición de reflexión, a la que incentiva Minetti, motor de la performance. Formada y con vasta trayectoria en la Mantovani, la artista viaja por lugares, estéticas, generaciones y lenguajes. En su mapa de itinerarios, Paraná ocupa un lugar destacado, no sólo porque hace 10 años es docente en la Escuela de Artes Visuales; además desarrolla un proyecto de acompañamiento a artistas, en Casa Boulevard, que nombra Programa doméstico.
Desde aquella infancia en que pintó un bambi para sus vecinas en Elisa, provincia de Santa Fe, ha ido vinculando lo recto a lo curvo, lo personal a lo colectivo, en la vida y en la plástica. Alquimista de texturas, formas y sentires, integra los planos y los materiales a un mundo de palabras, para abandonar la inercia, acortar distancias y descongelar la indiferencia. Un volumen, también con el título de Programa doméstico, publicado por Azogue Libros, constela algo de ese recorrido, que se completará seguramente con un material que se conocerá en breve.
Quién sabe, tal vez los organizadores tengan mejores elementos para explicar cómo se conformó esa atmósfera que hizo pensar en que si se apagaran las luces artificiales del Bellas Artes, una lluvia de estrellas memoriosas se hubiera cernido sobre una muestra que hasta octubre esperará por curiosos que quieran recorrerla.



