La ciencia y la poética se encuentran para explicar un prodigio habitual. El admirado cielo rojizo del final de la tarde se debe a las propiedades ópticas de la luz del sol en su puesta.
Este fenómeno cromático, que lleva el apellido de un Premio Nobel de la Física, se define como la dispersión de las ondas electromagnéticas causada por las moléculas de aire.
Los rayos de esta estrella atraviesan las capas de la atmósfera empeñados en cumplir una misión acorde a su magnitud. En el ocaso recorren el camino más largo hasta alcanzar las pupilas de los afortunados.
El resultado de esa travesía astral es un lienzo de tonos cálidos. Amarillo, naranja y carmesí tiñen el horizonte para deleitarnos con un espectáculo sinvergüenza, pese a su inocente sonrojez.
Este acontecimiento tan ordinario como excepcional nos regala el consuelo agridulce de llegar a cada tarde con la certeza de que nunca habremos visto el mismo atardecer dos veces.
Foto gentileza Paranacanvas