Río Fander

21 diciembre 2025 14 minutos
Víctor Fleitas

Caudalosa, la correntada compositiva de Jorge Fandermole ha llenado de poesía y armonía musical el canto de consagrados colegas suyos y también de personas corrientes que encuentran en ese arte una forma de expresión y resiliencia. De paso por Paraná para presentar su nuevo disco, el cantautor entornó las compuertas del sustrato cultural, existencial y afectivo que lo convirtió en una referencia.

De repente fue todos en él. El de la barba desbordada y la cabellera insolente; el de la amistad leal; el generador de imágenes que sobrecogen los sentidos; el artista bifronte de la lírica sin cortesía política y la rima de lirio; el de la amable introspección y el observador atento a aquello que lo rodea. La decena de discos editados es un metrónomo existencial para Jorge Fandermole, una medida particular del tiempo. Parado ante el escenario del auditorio Walter Heinze de la Escuela de Música de Paraná, entre bambalinas, percibe un silencio significativo en la platea que más tarde será aplaudida admiración. A medida que las interpretaciones se sucedan, los presentes no encontrarán la forma de evitar emocionarse. Como retribución, vacío de arengas, los empujará a cantar tiernamente, como otros han hecho con él, desde tic tacs inmemoriales.
Mientras espera el momento preciso, se le alborotan en la memoria las postales del álbum de lugares añorados donde lució orgulloso la escarapela de la patria interior, las esquinas, las veredas de baldosa y gramilla, los bancos de plaza, las alcobas, las mesas de bar, los taciturnos caminitos de hormiga, las salas de ensayo, los umbrales donde esperó a quienes quiso, a lo largo de 69 eneros.
No está claro si llegó a la capital entrerriana a presentar Tiempo y lugar; a encontrarse con Carlos Aguirre y Luis Barbiero, sus amigos del respetado sello Shagrada Medra; a buscar nuevas aventuras para contar entre camaradas, junto a un cómplice musical como Fernando Silva; o simplemente a amar y ser amado, alfa y omega de la existencia, cuando los seres humanos se desprenden de máscaras y poses.
Por cierto, fue extraordinaria la versión de músico que devolvió Fandermole, aquel viernes de noviembre, mientras afuera un tránsito torrentoso de días hábiles se deslizaba hacia una somnolencia de fin de semana. El artista fue una máquina vital de transmitir; un dispositivo múltiple de imágenes, armonías, estados de ánimo y ritmos; un mecanismo orgánico, trascendente y efímero a la vez, divino y terráqueo, dispuesto a auspiciar conexiones sustantivas. Se presentó con tres instrumentos: guitarras con cuerdas de metal y de nylon y con su voz.
Ese sistema melódico y fluvial al que el público se asomó desde una costanera de encanto, tenía profundidades de barro en las que Eros y Thanatos correteaban formando remolinos irregulares.
Por lo visto y oído, hay una matriz laboriosa cuyos hilvanes Fandermole esconde cuando interpreta. Por un lado, el trabajo en el canto, fuertemente atravesado por la gimnasia de la cultura coral. Por el otro, el conocimiento de las posibilidades sonoras de los encordados y de las tradiciones de las que proceden. La gestión de estos ingredientes lo convirtieron en un individuo orquestal o, si luce exagerado, en un individuo grupal. La pulida técnica vocal y el sentido de la afinación, le permitió llegar siempre bien posicionado a las notas, con los fonemas cargados del aire suficiente para que suenen a seda o a robusta madera. Con la misma naturalidad sacó provecho de la riqueza sonora de las guitarras para rasguear, acompañar, puntear o entremezclarse en duelos polifónicos con Silva, bajista y cellista, siempre a tiempo, refinado partenaire, con quien urdió pasajes de belleza musical.


Hubo otra habilidad milenaria desplegada en el espectáculo, vinculada al arte de interpretar un texto en voz alta, de decirlo acompasadamente con cotidiana naturalidad, que fue la manera elegida por Fandermole para prologar cada canción. En medio de una cultura donde todo parece ya fabricado, rotulado, promocionado, dispuesto a ser adquirido desde plataformas insípidas, la posibilidad de gestar una emoción desde el gobierno de talentos propios pareció una apuesta a recuperar la huella humana.
A qué tiempos, a cuáles lugares remite el oficio que Fandermole y Silva exhibieron; cuántos quiénes venían con ellos cuando desovillaron las marionetas que narraron lo vivido y volvieron eterno lo mínimo; cómo se mide lo compartido hasta que la idea se plasmó; de qué materia están hechos los enseres de ese taller capaz de construir esas precisas cajitas musicales.
Aquel gurisito de campo del interior de Santa Fe, de rodillas raspadas por las travesuras de la siesta; su secreta admiración hacia quienes con una canción eran capaces de hacerlo ausentar del tiempo y del lugar; las tensiones de ciudad que debió resolver entre las artes y el latido de la vida vegetal; la convicción posterior de que se estaba perdiendo el manjar del contacto directo con el público percibiéndose sólo desde el anonimato del compositor, también estuvieron en el concierto. Flotaban como nubecitas mientras los músicos se burlaban del aquí y ahora, saltando charcos en paisajes pentagramados, actualizando canciones de distintas épocas que enseñaron a abrazarse y abrazar.
Un rato antes, Fandermole había aceptado ser entrevistado por Tekoha. Pero recién durante el recital algunas expresiones suyas encontraron el sitio adecuado. No es que con Tiempo y lugar produjo un disco sin apuros: las canciones dan cuenta de un modo de ser y estar en el mundo en el que lo trascendente y lo fugaz, lo anhelado y lo perdido, el afán por buscar lo deseado y la empecinada resistencia a que nos quiten lo valioso, mantienen activo el músculo de la lucidez y las emociones, mientras el río pasa, se mira sin piedad y se asombra de cómo envejece.
Al auscultar la entrelínea de sus canciones, el viento donde se guisan los calendarios y los espacios nos puede sorprender balbuceando una conclusión: probablemente Fandermole haya construido una obra cancionística exquisita, premiada por jurados, por sus colegas y por el público, sencillamente para ayudarse a mantenerse en pie, para esquivar la genuflexión sumisa, para desactivar la desorientación bulliciosa de la época. Para sentirse un ser viviente, en definitiva. Tal vez el afán de entender lo que crepita por dentro y sus circunstancias le haya ido dictando líneas, silbando melodías, sugiriendo arreglos, que ayudaron a pensar que otra vida era posible y que valía la pena ir por ella, mientras corregía o confirmaba sobre la partitura los cálculos de su propia ingeniería musical.
En efecto, antes de que se presentara en el marco del Ciclo Puentes, Fandermole aceptó el papel del que responde interrogantes. Frente al grabador fue el de después, en el escenario: un río veterano y nuevo, el testimonio de una admiración aguas abajo del don, un paisaje de islas verbales, una carta náutica de escalas y arpegios.
Mientras contestaba, Fandermole pensaba en su tiempo y su lugar, en todas las dimensiones involucradas. Agradeció sin pronunciar la palabra. Por momentos creyó sentir un crepuscular final de travesía, pero la correntada no lo deja descansar, lo inunda, lo impulsa a trenzar urdimbres y tramas. Lo llama por su nombre el sonido del remo en la inmensidad. Entonces, la canción empieza de nuevo.

–¿Qué es lo que ha quedado atesorado en tu sensibilidad de Pueblo Andino, tu tierra natal?
–Durante mi infancia y adolescencia era un pueblo muy pequeño, que habrá tenido mil habitantes: ahora está un poco más extendido. Esos territorios han sido fundantes de la sensibilidad de uno, son lugares de aprendizaje, de primer contacto con el mundo, con un tipo de intemperie que nos deja sobrevivir y nos educa. Los espacios de juego en el pueblo eran el campo periférico, el monte y el río.
A esos paisajes de la infancia y la adolescencia los siento en la raíz. Esa condición de fluviales que nos ha tocado a los que hemos nacido y crecido en estos sitios conforma de algún modo nuestra forma de sentir y nuestro lenguaje, la forma de expresarnos.
Esas esencias están flotando dentro nuestro, junto a esos cancioneros que nos involucraron desde chicos, que abarcaban el folklore que se escuchaba en estos lugares. Curiosamente eran composiciones más propias del noroeste del país que las músicas geográficamente más cercanas, como el chamamé o la chamarrita. Luego la musicalidad del litoral llegó a nuestros puertos de todos modos, como también lo hicieron las canciones urbanas, desde el tango, que en casa se disfrutaba mucho, hasta el rock que compartíamos entre compinches.
No dejan de latir esas sonoridades, más todos esos espacios que inmediatamente asocio a la idea de intemperie. Son parte de mi imaginario. En mi memoria, esas zonas encantadas tenían más que ver con exteriores que con la vida interior de la casa. La vida era sobre todo esperar ese contacto con el afuera. Y ahí, los aromas, los volúmenes del paisaje, la paleta de colores, las sonoridades aquellas siguen muy claras en el recuerdo y me siguen conformando.

–La vida en el río es un formidable atractivo para las infancias, pero a la vez un enorme riesgo…
–Absolutamente. No puedo imaginar lo que pueden haber sentido mi padre y mi madre durante los veranos. Porque desde el mediodía hasta la caída del sol la pasábamos en el río y sólo se sabía si volvíamos a las ocho y media o nueve de la noche.
La verdad es que el Carcarañá tiene una historia bastante oscura en relación a los riesgos que implica. En el mío y en todos los pueblos costeros, son abundantes y tristes las historias de las víctimas del río. Todos los veranos pasaba algo por el estilo.
Nosotros no éramos conscientes de ese peligro. Además, las crecientes y las bajantes eran fenómenos abruptos: de un momento a otro podía haber una diferencia de 8 o 10 metros, en un río que puede tener 30 metros de ancho. Todas esas circunstancias forman parte del imaginario fluvial que tenemos los que hemos vivido en esos entornos.

–Muchos de ustedes conocieron de cerca a Chacho Muller, cuya influencia puede intuirse en la producción de lo que luego se llamó la trova rosarina…
–La producción de Chacho Muller puede ser considerada reducida en relación a otras obras. Tal vez se pueda resumir en un par de discos. Pero es muy sólida desde el punto de vista compositivo, tanto desde lo musical como desde lo poético. Indudablemente, la cercanía del Chacho para nosotros fue absolutamente influyente. Además, en lo que tiene que ver con los vínculos, fue una persona enormemente generosa, más allá de que era duro en las críticas tanto en relación a su propia obra como hacia la de los demás. Era muy riguroso, estricto, y su opinión tenía una densidad importante, que se aceptaba porque se amparaba en la calidad de su producción, que no sabe de canciones de relleno. Es todo sólido, muy cuidado.
Para todos, pero especialmente para mí, que ya estaba en Rosario para hacer la secundaria y la universidad, la influencia del Chacho fue muy significativa. Se trataba de conocer su obra y a la vez aprenderla a interpretar.
Unos cuantos de nosotros pudimos conectar con el ambiente que él más quería y que formaba parte de su obra poética, el río. Chacho fue el que me hizo conocer las islas. Fui con él, su hijo y un par de amigos. Conocí el ambiente y a la gente de trabajo que vive allí.

–Has mencionado en distintos momentos la influencia que han ejercido los cancioneros en tu formación como compositor, ¿recordás alguna pieza en particular?
–La primera canción que toqué fue el tango La calesita, compuesto por Mariano Mores, con letra de Cátulo Castillo. Me acompañó durante años y la canté sin saber lo que significaba la mayor parte de sus términos, más allá del título que sí me era muy familiar. Lo que quiero decir es que el tango y el folklore fueron las principales influencias.
Cuando empecé a estudiar guitarra con el maestro que vivía a tres cuadras de mi casa, Nicolás D’Eramo, que era bandoneonista en una orquesta típica, nos enseñaba teoría y solfeo, nos pulía la técnica, pero también aprendíamos las canciones folklóricas de la época. Me acuerdo de Zamba del cantor enamorado, de Hernán Figueroa Reyes. Un poco más adelante conocí Canción de verano y remos, de Aníbal Sampayo, y por supuesto El cosechero, de Ramón Ayala. Fueron creaciones que a lo largo del tiempo se me fueron revelando en su dimensión poética a medida que iba adquiriendo cierta intuición del valor literario y podía entender mejor lo que esos versos querían decir.
Con el tiempo, a la luz de los años, pude entender lo que esos versos habían significado en mí, tanto como haber escuchado a Joan Manuel Serrat, en las primeras veces que visitó la Argentina. Yo era un adolescente y él cantaba en vivo en un programa, los sábados a la tarde, que se transmitía por un canal de aire: Sábados Circulares, se llamaba; lo conducía Pipo Mancera. Debe haber sido por 1969. Todo el mundo lo veía. Él cantaba con su guitarra y yo estaba fascinado por lo que transmitía con esas canciones.
Ese primer repertorio que traía Serrat, sumado a la información que la escuela secundaria me proporcionaba sobre la poesía española, me empujó a tratar de ponerle música a algún poema. De dónde se imagina estas cosas bellas que canta, me preguntaba. Así surgió el primer impulso de musicalizar vivencias personales.

–Más allá de la inspiración que generan las canciones ajenas, ¿qué lugar tiene el afán lector y el estudio de la música, en tu caso?
–Entre tantas cuestiones pendientes que probablemente ya no pueda afrontar está la de estudiar música de manera sistemática. Abordar los programas completos, cursar todas las materias. Lo intenté: estuve tres años estudiando en la Escuela Nacional de Música, en Rosario. Pero no pude completar un ciclo académico como me hubiera gustado.
Para mí es una certeza que el cancionero en su totalidad fluye sobre los recursos que uno va adquiriendo como creador y que toma como propios luego de tamizarlos por la sensibilidad de cada cual. Es una certeza muy obvia, además. Siento que en ese aprendizaje hay mucho del ejercicio sensitivo de la percepción, de la memoria melódica, de la armonía.
Y en el andar vas encontrando poetas profundos, letristas conmovedores. Pienso en Homero Manzi y Jaime Dávalos, en la riqueza y singularidad de su dimensión poética. Todos estos detalles surgen analíticamente, aunque no siempre de manera consciente, como consecuencia de haber aprendido canciones, de haberse preguntado qué quiso expresar para definir cómo interpretarlo.
Es algo más que el estudio de cada uno de los lenguajes que lo componen. Hay una riqueza que surge de contemplar lo que construye la combinación, que no es la suma en el sentido aritmético de los signos literario y musical, sino que es algo distinto, probablemente superior, en el que uno y otro se potencian.
En ese contexto, la lectura en mi caso ha sido clave. Eso se lo debo a mi madre. Ella no era lectora, pero le dio importancia a la educación de sus hijos. Nos compraba libros, a mi hermana y a mí, desde que éramos muy chicos. Se ocupó de que tuviéramos una pequeña biblioteca, con cuentos, con enciclopedias infantiles. Esa avidez por la lectura viene de ahí.
Últimamente, siento que me aportan también materiales de divulgación científica, no sólo libros de poesía. Tengo formación universitaria en una carrera científica, tecnológica; entonces, volver sobre temas que, por otro lado, han ido evolucionando en sus abordajes sobre la biología y la física del mundo y se cruzan con discusiones filosóficas muy profundas, es lo que hoy más me está interesando.
Es cierto, al mismo tiempo, que uno quisiera tener una existencia infinita o varias vidas temporales para disfrutar de lo que no leyó. Pero vamos priorizando en función de los momentos disponibles con los que contamos.

–¿Qué estudiaste en la universidad?
–Me recibí de ingeniero agrónomo, en 1981.


–Ni Letras ni Música…
–No. De todos modos, no pude consolidarme profesionalmente luego de egresado porque fueron apareciendo otras oportunidades, relacionadas con lo artístico. Busqué acceder a una beca de iniciación a la investigación, que no logré; y fue primando el mundo de la canción con el que estaba conectado desde chico.
Pienso que fue providencial que mis viejos no aceptaran que estudiara una carrera artística. Estudiar otra carrera, que ellos sí aceptaron, me amplió los horizontes. Si tuviera que volver a elegir, iría por ahí nuevamente.

–¿Qué querías estudiar vos, por entonces?
–Composición tal vez, en la Escuela Superior de Música de Rosario. Ahí estudiaban mis amigos del coro al que asistía. Eso finalmente no ocurrió, pero no me arrepiento. Me dio otra perspectiva de las cosas. La biología me interesa especialmente porque da cuenta del origen de lo que somos y me posibilita entender dónde estamos parados en el universo.

–Una naturaleza transformable, por otra parte…
–Comparto. Tengo una visión absolutamente crítica de nuestra especie; pienso que es una especie fallida, montada sobre un planeta en estado de crisis, protagonizando un tipo de evolución sistémica que nos ha llevado a que probablemente nos encontremos en una fase terminal.
Se podrá decir que es una visión un poco pesimista, pero entiendo que está fundamentada en los hechos, en los números. Pienso en el cambio climático y en los subsistemas que se encuentran en notorio desequilibrio, lo que se me hace posible gracias a estar formado en ciencias.

–Conocemos un Fandermole compositor, intérprete y docente, ¿hay uno solamente escritor?
–Tengo muchas carpetas llenas de apuntes, pero no creo que alguna vez haga un libro. A los borradores los he ido haciendo en los últimos 40 años. Tal vez más adelante piense diferente, pero no hay en ciernes un escritor que esté buscando editar. Tampoco es que hay mucho tiempo para pensarlo.
Como modo expresivo, la canción me satisface. No me siento incompleto. A diferencia de Adrián Abonizio, a quien admiro por su poética, por sus melodías y por su intuición cancionística, todo lo expreso en canciones y él además es un gran escritor. Tiene editados poemas, relatos; sigue escribiendo y aspira a seguir editando.

–Has establecido una relación de cariño y respeto con el público. Algunas de tus canciones se volvieron masivas, siempre en base a criterios alejados del negocio discográfico, pero la impresión es que no intentaste transformarte en el cantor de la gente o la voz del pueblo…
–A mí me ha costado bastante amigarme con el escenario. Desde el principio creí que mi labor era de puertas para adentro, componiendo canciones. Con el tiempo entendí que entre los músicos y el público se establece un vínculo especial. En esa relación cercana, cara a cara, se presentan sucesos sensibles muy importantes, que le da otro sentido al oficio de uno. Son momentos transformadores para el artista y para los asistentes y hoy los considero sumamente necesarios.
Me pasó estando del otro lado con un recital de Juan Trapani, un joven músico rosarino: salí resonando con una lógica musical y poética, aunque en este caso se trate de rock, que no es a lo que más me dedico. Desde esa experiencia, siento que cuando la gente que va a un recital sale transformada por algo, emocionada, la misión está cumplida: el hecho artístico ocurrió y los músicos comparten esa sensación placentera.
Por el resto, es verdad que nunca intenté amoldarme a lo que podía sospechar como el gusto popular ni me he preguntado cómo sonará esto en el oído de los demás. Después está todo lo inconsciente, porque por algo editamos discos. Tengo claro que arte y mercado están entramados de un modo cada vez más complejo y es difícil precisar cuánto nos atraviesa la cultura de lo instalado, que está presente desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir. Lo que está claro es que entre mis inquietudes nunca estuvo la de construirme como un cantor popular.

–¿Cuándo está completa una canción?
–Cuando te animás a mostrarla y luego de hacerlo no te quedan dudas. En ocasiones he cambiado canciones. Las compartí y no quedé conforme con eso que estaba mostrando. Unas veces les cambié la música, en otras retoqué la poesía.
Hay creaciones que en ese sentido son más cristalinas y se manifiestan por completo desde un primer momento. A otras las debemos revisar porque aparecen dudas. De eso se trata.

–Has recorrido el país dando talleres de composición. ¿Qué quieren aprender los artistas?
–Lo que se produce en los talleres es impredecible y múltiple porque cada participante opera de diferente manera. A mí particularmente estas instancias me han servido para ordenar información que tenía dispersa. Me animo a decir que mi participación en esas instancias se circunscribe a sugerir y a subrayar que las formas de encarar la creación son tantas como los aspectos que constituyen los lenguajes que entran en diálogo. La idea, el título, un verso, una imagen, pero también desde una célula melódica o un entorno armónico; y que cada elemento que prevalece en el origen implica potencialidades y limitaciones para el desarrollo de los otros aspectos.
Entonces, en los talleres las respuestas son muy diversas, sustentadas en la fuerte interacción que me interesa que se establezca entre todas. Hay gente que responde inmediatamente con mucha acción, con fervor; y otros que retardan la respuesta, incluso más allá de la finalización de la formación, al año siguiente.
Me gusta pensar en que cada tallerista determina en un punto la capacidad de respuesta, más que mis afanes docentes. Ante eso mi propuesta es la interacción horizontal, respetuosa, fundada. Y, naturalmente, si debo señalar y hasta confrontar, no dudar en hacerlo, con la idea de que algo dentro de todos se mueva.

Un lenguaje no utilitario

La expresión oral de Jorge Fandermole tiene la síntesis y eficacia que suelen atesorar los que encuentran en la lectura una forma particular de disfrute. De todos modos, cuando caracteriza como austera a la instrumentación del disco Tiempo y lugar, presentado recientemente en Paraná, cualquiera puede hacerse una idea equivocada del tratamiento que aplicó sobre las doce canciones que contiene.
Es cierto que no hay teclados ni percusión en el acompañamiento, como se había vuelto costumbre en ciclos anteriores. Pero con Fernando Silva se las ingenian para que las guitarras, el bajo y el cello produzcan una textura musical adecuada, puntillosa y ligera que exalta el canto y lo que el canto dice, en composiciones donde Fandermole es cronista, testimoniante y declarante. El disco contiene participaciones de Juan Quintero y de Julio Ramírez, que introduce una paleta litoral a la sonoridad.
En las canciones, se denuncia el curso de las cosas, se llama la atención sobre la fragilidad humana, se lamenta su pedantería destructora y se compadece por el sentido despiadado de la convivencia. Pese a todo, Fandermole asienta la expectativa en la capacidad de autorreflexión y cambio. Algo del espíritu del tango con el que se estrenó como cantor infantil atraviesa una parte del disco: llora la calesita en la esquinita sombría y hace sangrar las cosas que fueron rosas un día. El conjunto deslumbra con elegías a ausencias presentes, canciones de amor, odas a objetos nobles, delicias cotidianas y proclamas a favor de eso inmaterial en lo que nos reconocemos.
En Tiempo y lugar, cada tema musical es una cápsula que encierra el mensaje de un universo, abordado con esmero de artesano. “A riesgo de ser simplista, pienso que la canción es un producto expresivo breve y vigoroso, con infinidad de planos de sentido, de emotividad y de inteligencia”, le dijo a Tekoha. El Fander la defiende porque “desde siempre, consignas, celebraciones y lamentos han tenido en la canción un soporte poderoso”. Por si fuera poco, en muchos casos es además el único contacto de las personas con un lenguaje no utilitario, como es el de la poesía.

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