Exponente de un estilo intrigado por explorar lo que pasa cerca de la revolución armónica, tímbrica y melódica, el pianista Sebastián Macchi, se sumerge en el sustrato de la cultura argentina para recuperar y subrayar la riqueza de un potente estimulante musical, barro tal vez. Desde un estado emocional ámbar violeta, versiona canciones de García, Spinetta y Páez y al repasar la influencia que ejercieron en él, regresa sobre su propia historia, reescribiéndola.
Con el sol en clave, la tapa con llave es una cortina musical que vuelve sobre sus pasos y deja al descubierto una estela sonora en estado de latencia. La habitación entonces se ilumina con la posibilidad de que un vibrato le dé vida a esos bichitos larguiruchos de marfil y de ébano, con sus sostenidos y sus bemoles a cuesta.
Sebastián Macchi no va a tocar el piano hoy. Pero las preguntas destaparon un remolino de evocaciones que atesora en secreto detrás de una sonrisa compinche. Desde ese umbral, se encontró repasando en silencio el gesto correctivo de los maestros: la postura corporal relajada, los hombros livianos, las muñecas alineadas con los antebrazos, los dedos levemente curvos descansando sobre las teclas, los pulgares debajo de la palma.
El refucilo chispeante de los recuerdos rompe las fronteras espaciotemporales y todo se convierte en puro presente: su origen urbano impulsándolo a Luis Alberto Spinetta, Charly García y Fito Páez; el abrazo formador de Carlos Aguirre presentándole a Chacho Müller, Aníbal Sampayo y Ramón Ayala; la necesidad de perfeccionar la técnica haciéndolo charlar con la cultura europea. Y entre cada uno de esos gajos una irreverente enredadera de jazz trepándole las ansias, cosquilleándole, caminito de hormiga.
Él sencillamente se arrima a la ventana de lo vivido y deja que los rayos de la añoranza le dibujen ojos de chinito, hasta que finalmente los cierra. Respira. Se entrega a la pulsión vulnerable del sentir. La experiencia es un árbol frondoso para Macchi; entona en lo producido, en lo que late bajo tierra, en lo vivo y en lo muerto que recorre las venas hacia la copa. Abonada la raíz de este modo heterogéneo se entienden mejor las diferentes geografías sonoras que construye, esas cajitas de música que resuenan al lado de un caleidoscopio a veces indescifrable, en apariencia caótico, de melodías, ritmos y armonías.
Cuando responda, en un rato, desarrollará su idea de que los ensayos son laboratorios floridos, espacios de los que disfruta tanto como cuando se presenta en público. También surgirá nítida una forma de goce que se expresa en la conexión introspectiva entre entorno natural y cultura, experimentada como tradición en proceso de innovación. Después su expresión fugará hacia una metafísica profana de la que emergerá la convicción de que así como existe el ritmo en lo agreste es conveniente esperar que la obra artística encuentre un pulso propio.
Macchi es un sujeto pensante, pero antes luce como un ser sintiente. Camina por la vida sin hacer sonar los tacos, confía en que sus ramitas crepitarán en el fuego preciso, afina un canto joven, sin edad ni apuro, vacío de prototipos.
No obstante, el susurro al que recurre para decir, para componer o para tocar tiene la firmeza de lo macerado, la autoridad artesanal de la reflexión, el ímpetu de lo sentido. Es un escultor de palabras y sonidos cuyo secreto identitario está en combinar el toque consistente y de seda.
Macchi va construyendo una obra rica en matices, contestataria de lo establecido, como si quisiera romper moldes o, mejor dicho, intervenirlos, con una complejidad armónica, un refinamiento melódico y una elegancia tímbrica poco frecuente para los consumos corrientes.
Ahora, regresó sobre García, Spinetta y Páez. Seleccionó de ellos una docena de canciones que ayudó a modelar la sensibilidad de distintas generaciones, para imprimirle el estilo Macchi. Con esa excusa Tekoha le propuso la entrevista que puso a marchar el motor de lo que fue y será.
Ya bajó la tapa del piano. Inspiró y expiró con profundidad, la mirada inclinada hacia un horizonte interior. Pensó en los montes, en las islas, en las calles que lo habitan, en la Paraná a la que está arraigado. Y cuando fue capaz de reconocer la singularidad bulliciosa de los silencios de cada atmósfera, se entregó al ajedrez de preguntas y respuestas.

–¿Cómo llegaron las músicas de Spinetta, García y Páez a tu vida?
–Cuando tenía 12 años fue el auge de El amor después del amor, y ese furor me alcanzó. Recuerdo luego ir a la casa de una amiga de la escuela que tenía hermanos más grandes y de su colección de vinilos bajar a unos TDK álbumes como Artaud, y bueno, se me voló el coco.
Pero lo primero que me conmovió fue Confesiones de invierno, la rebobinaba y la volvía a escuchar. Debo haber tenido 11, pero intuía que ahí había algo con otra sustancia, algo distinto a lo que escuchaba a menudo en la radio.
Más allá de haber indagado por diferentes estilos musicales y estéticas, desde entonces hay algo que me emociona un montón en sus canciones, arraigaron muy hondo en mí y pienso que son de algún modo también como una especie de folclore personal.
La elección
–¿Con qué criterio armaste esta docena de temas? ¿Qué hilo los vincula?
–Me propuse tomar melodías familiares que están en el acervo común. Costó, pero me abstuve de ir a los Lados B más recónditos -que tanto me gustan-, porque en este trabajo hay un impulso de acercamiento, de abrazar algo muy alto de nuestra cultura.
Brindar este trabajo es asumirme parte de algo colectivo y es un guiño de reconocimiento al valor de semejante corriente musical hecha y cantada en Argentina por varias generaciones.
Por otro lado, intenté establecer contrastes, diversidad de atmósferas y andamientos, de generar un todo equilibrado y dinámico.

–¿Qué tipo de aprendizaje te resultó el hecho de tener que estudiar más a fondo la producción de los tres?
–La música es un mar ilimitado y sucede aquello de que mientras más se profundiza en ella, más se revela, inclusive la simpleza de una melodía o un acorde. Es algo mágico.
Y con este cancionero sucede que no deja de enseñarme y regalarme inspiración, ganas de sentarme a componer y de cantar evocando la entrega de ellos.
–Más allá de lo que significan en lo estrictamente emocional, ¿qué desafíos como pianista te significa encarar este espectáculo?
–Abre la posibilidad de estudiar nuevos recursos, me indujo a ampliar la paleta de colores y a animarme a encontrar ciertos grooves dentro de las estructuras de la canción.
Arreglar para piano solo es siempre un desafío, se hace como una reducción del arreglo grupal en donde el instrumento en solitario canta y sostiene los acompañamientos al mismo tiempo. Es re difícil y hay que buscar un montón para encontrar algo que funcione, y a veces ni se encuentra.
–¿Cómo resolviste la tensión entre las versiones originales y la libertad con la que solés posicionarte ante el piano?
–La verdad es que estas versiones están encaradas con mucha libertad. Muy amasadas de entre casa, impregnadas de todo lo que me resulta más natural y orgánico en lo sonoro.
Tengo la certeza de que es lo más sincero que puedo hacer y a medida que las voy tocando van creciendo o se van acercando más a algo que primero se da por intuición.
Estoy contento porque algunas ideas que me gustan aparecieron solitas en ese proceso, pero a algunos temas les falta pulir un cacho todavía. Tengo cierto grado de exigencia, pero felizmente hoy en día está canalizada a favor.

–Asumiendo que son experiencias radicalmente distintas, ¿en qué se parece y en qué se distingue el trabajo que tuviste que hacer al musicalizar poemas de Juanele?
–Digo en principio que sin la influencia de Spinetta no hubiera podido imaginar el diálogo con la poesía de Juan L. Ortiz, porque de él aprendí que una poesía de métrica completamente irregular o palabras muy sofisticadas podría encontrar también una melodía fluida. Luis hablaba de tonadas. Es muy linda esta idea, porque aunque hay un bagaje súper intelectual en lo suyo, lo une con algo atávico ligado a la figura del trovador.
La diferencia mayor entre Luz de agua y Divino Profano estriba en que la primera experiencia fue de gestación compositiva y dio lugar a una lectura particular que son esas canciones. En el caso actual es muy diferente porque son versiones, si bien hay un componente creativo propio, el sustento mayor ya existía.
–¿Qué repercusión has tenido?
–Se da algo muy lindo porque la gente en las presentaciones se anima a cantar y así se expande la música.
Me emociona porque de algún modo es un hecho re-ligante, es parte de la religión, convoca a un estado de empatía muy escaso y necesario en este tiempo tenso de la historia.
También abre la posibilidad de tocar con gente que quiero y admiro, dado que hay participaciones especiales y eso es distinto cada vez. Siempre son temas diferentes, otras voces, otras formas de decir y eso es un regalo.
Se vienen varias presentaciones. Y el sueño de grabar más adelante, cuando haya macerado suficiente.
Los horizontes
–¿Qué representa este trabajo en la panorámica de tu producción como artista?
–Un permiso, un hacerse cargo y otro poco de juego y libertad.
–¿Cómo se eslabona con otros proyectos, como el que derivó en Melodía baldía?
–Está muy en sincronía con el próximo disco del Colectivo baldío, que perfilo como banda, con un sonido más extrovertido y eléctrico que lo que había hecho hasta ahora,y se emparenta a ciertas épocas de Spinetta, Charly y Fito. El Álbum se titula Grita en mí y será lanzado en noviembre. Es un reconocimiento también a esta influencia tan grande, pero desde la perspectiva de la composición propia, y al mismo tiempo no pierde lazos con todos los procesos anteriores propios.
Lo pienso como un río que va tomando distintas características a lo largo de su paso. El Paraná por ejemplo no es idéntico a la altura de Iguazú que aquí, o en Brasil. A veces, es más bravo; a veces más manso, pero siempre es el mismo diferente río.

–En tu caso, ¿hay una disyuntiva entre el estudio sistemático del instrumento y la tendencia a la improvisación?
–En realidad, y esto por ahí no todo el mundo lo sabe, la improvisación es un lenguaje que se estudia en profundidad. El sumun de ello se expresa en las tradiciones jazzisticas. Los grandes maestros del jazz han dedicado toda su vida al estudio de la creación espontánea.
Pero en mi caso la tensión mayormente se da por el fuego compositivo, que cuando aparece, arrasa con cualquier rutina de estudio o rutina. Desde que arranqué con el piano me sucede eso, por ejemplo leyendo alguna pieza, por la mitad encontraba algún acorde que me llamaba la atención y me iba atrás de eso para otro lado. El resultado, leo bastante mal, jaja.
–¿Sos metódico para estudiar y componer?
–Tengo rachas en relación al estudio, y cuando se da esa búsqueda más organizada la disfruto un montón. Pero componer es otro tipo de labor, al menos para mí se da más en el cultivo de una atención o sensibilidad cotidiana hacia una voz que no siempre tiene algo para decir, a veces es apenas un susurro y si uno le habla más alto, capaz no la va a escuchar.
–¿Qué tipo de arraigo tenía la musicalidad en tu familia?
–Cuando era niño la música tuvo un lugar importante en mi casa. Tal vez porque mis viejos eran estudiantes y, coincidiendo con el regreso de la democracia, un montón de cantautores prohibidos, como Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez, Pablo MIlanés, Mercedes Sosa y toda la canción comprometida inundaba nuestro hogar. Había una pulsión linda en todo aquello. Y lo recuerdo con nitidez.
Sin que fueran artistas, ellos buscaban que la música infantil que escuchaba fuera de cierta calidad, cuidada, como el conjunto Promúsica, de Rosario, o la serie Ruidos y ruiditos, de Judith Akoschky, nacida en Basavilbaso.
No tengo en la familia antecedentes de músicos profesionales, salvo mi abuelo que tocaba el violín como parte de un bagaje cultural amplio, mi mamá que cantó en un coro de niños y mi papá que guitarreada a veces.
No obstante, cuando tomé la decisión de encarar la música como forma de vida me apoyaron incondicionalmente.
–Mencionaste por allí que fue tu madre la que te sugirió que estudiaras piano. ¿Cómo fue ese tiempo?
–Yo quería tocar la guitarra, pero se encarriló así por algo que le habían sugerido a ella, es cierto; igual, me entusiasmé a toda velocidad. Estudié dos años con María Claudia Nanni y luego vino la figura del mentor o del maestro más al estilo oriental, que fue el tan querido Negro, Carlos Aguirre.
Más tarde en Buenos Aires, estudié folclore con Lilian Saba y piano clásico con Susana Agrest. Desde entonces me acerqué a un montón de maestras y maestros muy inspiradores, pero además fui aprendiendo a desarrollar la propia guía, el abordaje más autodidacta.

Las herencias
–¿Sos curioso para escuchar músicas o te movés dentro de cierto territorio de géneros y autores?
–He tenido etapas de mucha voracidad por escuchar novedades, pero hoy en día estoy más tranqui, vuelvo constantemente a las fuentes y me he ido amigando con expresiones que antes subestimaba. También adoro estar en silencio y resueno con aquello de que toda la vida tiene música.
–¿Qué representa el piano como medio de expresión para vos?
–Le he dedicado mucho tiempo al piano y a pesar de mis limitaciones que son muchas, encuentro hoy una posibilidad expresiva honda y más allá de las palabras, lo cual es una bendición. Es como un muelle desde el cual salir a explorar.
–¿Qué es lo primero que haces cuando te sentás ante un piano?
–Intento generar una escucha certera y profunda de mi propio estado interior. De algún modo es como un diálogo, donde lo primordial es ajustar bien esos conductos, deshollinar esas tuberías para que la música pueda fluir de la manera más libre posible.
A veces hay que hacer algunos trabajos previos que, por ejemplo, tienen que ver con la disposición del cuerpo o con aspectos más ligados a la meditación para disminuir ruidos mentales que puedan interferir.
Es interesante. Con el tiempo uno va aprendiendo a confiar en ese trabajo que prevalece. Porque suele ocurrir que uno se sienta al instrumento y advierte que en ese momento no va a poder hacer música. En ese caso, ya aprendí a cerrar la tapa del piano, humildemente, y aguardar que ese momento suceda. No empecinarme en forzarlo.

–¿Cómo prendió en vos esa flor del aire jazzera?
–No sé bien. Seguramente fue el Negro (Aguirre) el que me influenció, de la época en que estudiaba con él y durante la amistad, también. Tengo chispazos en el recuerdo como haber compartido un disco nuevo de Keith Jarret, un video cuyo protagonista era Chick Corea o de bandas más de jazz rock.
A la vez, pienso en ciertas formaciones de Spinetta que dialogan mucho con ese lenguaje del jazz rock. Es como que siempre me resultó familiar.
También, cito que la música brasilera siempre me gustó mucho, me influenció un montón desde chico, y hay allí mucho del jazz desde su fusión con la bossa nova. Siento que constantemente fue algo cercano, a pesar de que nunca me dediqué a estudiar esto en profundidad. Fui más un escuchador que un estudioso.
Hay músicos que han llevado muy alto la improvisación y el virtuosismo del instrumento. Me gusta mucho lo que hace Brad Mehldau, que improvisa a través de joyas de la canción moderna de raíz anglosajona. Lo que más me cautiva es esa posibilidad musical en la que las fronteras se disuelven.
–¿Cómo percibís el momento de tu carrera actual?
–Tuve que laburar muchísimo para confiar en mí. Hoy siento más firmeza y determinación para adentrarme en los caminos que quiero tomar, y la preocupación por la valoración externa fue amainando. Entonces, encuentro más libertad para ser.
Me hubiera gustado tener una pizca de esto antes, porque creo que en gran parte se trata de una auto-habilitación amorosa. La gente en general piensa que no sabe cantar o bailar, y se coarta. Sin embargo en la infancia es habitual esta pulsión. Pienso que cada persona es como un árbol que crece de un modo singular y a su tiempo según un montón de factores.
–¿Tenés en claro hacia dónde vas o preferís que la música escriba su propio guion?
–Tengo una fuerte intuición que subyace a mis búsquedas, fui aprendiendo a escucharla y a tratar de no descuidar ese impulso genuino. Hay muchas cosas que quiero hacer, hay muchas construcciones colectivas también. Pero el sendero está lleno de imprevistos y las condiciones a menudo son totalmente adversas, porque al mundo lo mueven otros intereses muy contrarios a la realización humana, a la común-unión, al detenimiento, a la sensibilidad, entonces es como danzar en un campo minado.











