Con hebras vigorosas de memoria familiar, alquimia láctea y el pulso vivo de la naturaleza se teje en Villa Urquiza un proyecto de granja educativa para escuelas primarias en La Comandancia. El aula sin muros se despliega en medio de un paraíso natural para convidar a niños y niñas con los dones de la autosustentabilidad y la conservación de la biodiversidad. Mientras los visitantes pasan un día inolvidable, serán parte de una experiencia que combina aprendizaje, alimentación y juegos, en las profundidades serenas del bosque nativo.
La palabra cultura viene del latín cultus que significa cultivar. En esta historia, los orígenes del término vinculados a la agricultura se unen con su sentido más antropológico para dotar de significado una propuesta con matices socioculturales, educativos y ambientales.
La etimología de esta noción le permite a Ana Maslein formar un círculo pletórico que nunca se cierra del todo. Más bien, es como si la órbita de su circunferencia irregular se retroalimentara con lo vivido y lo por vivir.
Aquí, la redondez del tiempo tiene una curvatura especial. Ciclo tras ciclo, la vida misma oficia de respuesta, siguiendo una trayectoria nítida desde la infancia más temprana hasta el presente más tajante de la protagonista.
Creció montada sobre el lomo brilloso del río Paraná. Niña de curiosidad sin mesura, volvía a casa guiada por el humo de la cocina a leña y la estela imborrable del abrazo postrero de papá y mamá.
Su suegra, María Eugenia Wippich, a principios del nuevo milenio, escribió un poema sobre el pueblo de los estibadores que reza: “Con la mirada fija en el naciente, el que bien te conoce vuelve siempre. Sol, río, luna en perpetuo asomo”. Validando esta premisa, Maslein fue y vino de Villa Urquiza a Paraná y de Paraná al Sur hasta que la querencia le terminó por torcer el brazo de la forma más aterciopelada posible.
Emprendedora inquieta con una acérrima posición acerca de la cultura del trabajo, es alquimista de un emprendimiento que viene haciendo caminito desde hace más de siete años en Entre Ríos.
Desde que se afincó definitivamente produce lácteos de origen vacuno y caprino de forma artesanal en un entorno donde lloran los sauces y ríen los aromitos. En ese marco productivo, Maslein procura día a día responder al llamado tintineante de su niñez.
De hipérbole fantasía, La Casita Verde es el nombre de ensueño que eligió para su fábrica ubicada en un lóbulo de uno de los pulmones verdes de la Villa, al que se accede al final de calle Primera Colonia Agrícola Militar.
En diciembre de 2024 inauguraron un almacén de productos de autoría y regionales que funciona como vidriera de su labor semanal.

A 400 metros de la entrada al predio, el local luce su rusticidad los fines de semana con preponderancia de quesos y yogures.
Con la mochila de la experiencia llena de utensilios y ensayos, junto a su compañero Fernando Moni Wippich y su hijo Juan Hernández están ultimando detalles de un proyecto de granja educativa con tintes culturales y ambientales.
La Comandancia es la mancha verduzca de 20 hectáreas en la que emprenderán travesías destinadas a escuelas primarias públicas y privadas. El terreno presenta una serie de diapositivas naturales que pretende estamparse en el corazón de un gurisito de la mano de Maslein y compañía.
Bajo la custodia pacífica de una quebrada de hierba fresca y chorreante, con presencia de restos fósiles y miradores al río, aspiran a sembrar semillas que florezcan los valores del cuidado de la biodiversidad, la alimentación consciente y la autosustentabilidad.
En ese sitio en donde la noche interrumpe su extremo sigilo con el berreo de un ciervo axis y la madrugada fecunda sorprende con una nueva cría de cabra, buscan generar un puente vegetal, con las frondosidades de la producción y la espesura de saberes milenarios, entre la vida de campo y la escuela.
El programa en plena consolidación invita a contingentes escolares a recorrer los alvéolos inmaculados de La Comandancia, a pie y en carro, por senderos perfumados de espinillos.
La jornada de visita incluirá una experiencia de vinculación con el bicherío autóctono, silvestre y campestre; un paseo por la sala de elaboración, la huerta y el compost; dinámicas lúdicas y espacios de arte y lectura; y un desayuno o merienda con un banquete de productos caseros para docentes y alumnos.
Rodeada de ñandubays, guayabos y coronillos, y envuelta en la cadencia del balido intermitente de una treintena de cabras, Maslein remonta un barrilete de reminiscencias y contesta a sotavento las preguntas de Tekoha.


—¿Cómo surge el proyecto de granja educativa?
—Para responder esa pregunta tengo que retroceder inevitablemente a los inicios de La Casita Verde.
Comencé este emprendimiento en una planta alta en medio de la ciudad de Paraná. En ese espacio sobre calle Azcuénaga empecé a percibir que todo me quedaba chico. En un momento sentí que estaba en un lugar equivocado y me dí cuenta de que La Comandancia era el indicado. En este lugar se crió Fernando. Hoy hace casi cuatro años que nos mudamos definitivamente a Villa Urquiza.
Pasa el tiempo y confirmo que estoy sumamente enamorada de lo que estoy haciendo. Más que nada del proceso de producción como tal. Lo vivo como un estado emocional. Me fascina cultivar la leche y ver su transformación. Cuando entro al trabajo, siento que no me cuesta. Por supuesto que me canso a nivel físico pero quiero decir que soy feliz en ese mientras tanto.
Todo lo que significa producir en este sitio tenía que transmitírselo a alguien. La granja educativa fue la respuesta a esta inquietud.
—¿De dónde creés que viene ese pulso por este quehacer?
—De la forma en la que fuimos educados. Tanto Fernando como yo, crecimos en el campo y a la vera del río en este pueblo. El entorno vivo en el que vivimos nos guió siempre.
Por eso, nuestro mayor estímulo es comunicar lo que representa proteger este lugar, la ancestralidad de hacer yogur, la recuperación de maniobras centenarias, la alquimia de los alimentos, la conservación del hábitat, la historia, el arte y la cultura de un pueblo y, en especial, de La Comandancia.
En mi caso, recuerdo que la cocina ocupaba el centro de la escena en mi infancia. Mi abuelo paterno, Julio Maslein, me subía a un banquito y me enseñaba a hacer churros. Mi padre fue un pedagogo culinario exquisito y un maestro en cuestiones del campo. Yo era una niña curiosa de todo. Me nutrí apasionadamente de los saberes familiares.
Poco a poco, la vida me llevó al yogur. Inició siendo un recurso económico y terminó transformándose en una labor en donde encuentro respuestas a situaciones diversas. Conjugué todo lo que observé y aprendí sin querer queriendo.
Por lo pronto, sigo descubriéndome. Al trabajo artesanal le sumé conciencia e investigación. Como necesito comprender la química para hacer un lácteo, estoy probando y estudiando todo el tiempo.

—Decís “sin querer queriendo”. ¿Qué tan inesperado fue este desenlace?
—Lo cierto es que no fue premeditado. Sin embargo, siempre repaso cómo llegué a este lugar y se me viene a la mente una situación particular. Cuando era chica, una vez nos quedamos sin manteca en casa. Mi papá me mandó a batir crema para obtenerla de forma casera. Me voló la cabeza esa posibilidad de elaborar con lo que teníamos en el hogar.
También tengo otra imagen, de cuando era adolescente. Mi tía Rita, que vivía en Buenos Aires, dejaba sobre la mesa un frasco reciclado lleno de mermelada de frutillas cosechadas en su jardín. Por dentro yo pensaba que era igual a la de la industria pero casera y más rica. Me fascinaba.
Toda la vida me inculcaron, de forma directa o indirecta, la producción doméstica de los alimentos. Así que de algún modo esto estaba preparado para mí. Solo tenía que darle tiempo como al yogur griego que me encanta hacer.
—Viviste una década en el Sur. ¿Qué te trajiste?
—Aprendí otras prácticas en El Bolsón. Vivíamos en plena montaña. Con mi familia buscábamos la leña, armábamos la huerta, teníamos un gallinero, cosechábamos frambuesas y saucos. Al igual que mi tía, ponía el frasco de mermelada en la mesa. Así les transmitía el concepto de lo autosustentable a mis cinco hijos. Veía sus caras de chiquitos sorprendidos y a gusto con esa preparación. Y aparecía también mi cara de niña.
En la Patagonia es muy común el trueque. Intercambiamos, por ejemplo, panes por espinacas o frutas por cerveza artesanal.
Encontré una metodología lúdica que luego mis hijos absorbieron. Juntos aprendimos a autosustentarnos. Todo eso nos fue llevando a la noción y la práctica de la economía familiar.
Hace unos meses se me hizo claro que quería devolver esa enseñanza con un proyecto educativo para que los niños habiten la tierra como su hogar a través del juego y el conocimiento. ‘La cultura es la sonrisa’ dice León Gieco en una canción que resuena en mí como tantos recuerdos.

—¿Por qué decidiste que los destinatarios de esta iniciativa sean niños?
—Son seres permeables a nuevos aprendizajes. La inmensidad del campo a cielo abierto es un escenario educativo maravilloso para ellos. Más que nada si viven en la ciudad. La capital suele tener paredes imaginarias que encierran. Por el contrario, La Comandancia es un sitio para sentirse libres.
Estoy convencida de que los niños son un terreno muy fértil para germinar semillas. Tiraré un manojo de pepitas al suelo y sé que quizás no todas prenderán. Me conformo con que a algunos les pique conocer la riqueza de esta tierra. Ese será nuestro aporte. Algunos tomarán la visita como un paseo escolar, otras como ese frasco de mermelada casera de frutilla. En algún momento registré este deseo y hoy está puesto sobre la mesa.
—Sin embargo, los senderos estarán abiertos a la comunidad.
—Sí, sí. Habrá otro tipo de recorridos, sin embargo resta definir metodologías. Estamos pensando en actividades para adultos mayores con el niño interior predispuesto. Todos estamos abiertos a aprender y a compartir experiencias y recuerdos.
Nuestro almacén de campo, Gramita, continuará abierto. Estamos trabajando para sumar otro tipo de atractivos para promover el turismo.
—¿En qué consistirá la jornada en la granja educativa?
—Después del recibimiento, encararemos un recorrido a pie y otro en carro.
En la parte uno, la primera parada será en el tambo y los corrales. Allí dialogaremos acerca del ordeñe de la leche y los niños podrán involucrarse con los animales de granja desde el cariño y el respeto de su espacio. La segunda será en el compost, donde se abordará el manejo de los residuos y su clasificación en orgánicos e inorgánicos. La tercera será la sala de elaboración, para que los estudiantes vean las herramientas que utilizamos para producir y conozcan de primera mano los procesos productivos. La cuarta será en El bosquecito del lado de la barranca y se tratará la biodiversidad con cartelería y charlas alusivas.
En la parte dos, nos subiremos a La Tacuarita, un vehículo construido especialmente para adentrarnos en la espesura del monte nativo. Pasaremos por el sector de apicultura de La Cooperativa El Espinal y daremos un paseo entre especies arbóreas.
Luego habrá juegos y actividades artísticas y de lectura. Por último, daremos el desayuno o la merienda, una degustación de nuestros alimentos sin conservantes ni agregados sobre un tablón enorme.

—¿Cómo te asegurás de que la dinámica se adecúe a estudiantes de nivel primario?
—Incorporando profesionales como Ingrid Koltu, psicopedagoga que nos brindará herramientas para que podamos trabajarlas durante las visitas de las escuelas.
Mi hijo Juan estará a cargo de los recorridos guiados.
Contamos con un equipo para que todo funcione de maravillas. Cabe destacar que también trabajamos con la Ingeniera en Alimentos, especialista en lácteos, Laura Beltramino, para asegurarnos que la producción de alimentos esté en orden. También estamos habilitados por el Instituto de Control de Alimentación y Bromatología.
De todas formas, iremos aprendiendo y fortaleciendo lazos a medida que vayamos recibiendo escuelas. Las instituciones se pueden comunicar con nosotros para recibir información.
—¿Cuál es el mensaje que querés transmitirles a las infancias?
—En principio, que el medio ambiente es nuestra casa y nuestra salud. Eso incluye la importancia de mantener original La Comandancia. Es un terreno virgen de agrotóxicos. Asimismo, nuestros animales son de pastoreo y su leche está libre de sustancias dañinas porque lo mismo que pretendemos para nuestra alimentación es lo que pretendemos para ellos.
Tampoco utilizamos químicos en los procesos de higiene ni conservantes en la producción.
—¿Cuál es su relación con Villa Urquiza?
—Tanto los abuelos de Fernando como los míos eligieron este lugar. Se encontraban acá a tomar un café o a hablar de poesías o cuestiones comerciales. Mi abuela paterna, Pila, fue directora de la Escuela Primaria Nº 36 General Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Si bien nos hemos mudado en ocasiones, acá los vecinos nos conocen desde siempre.
La mamá de Fernando, María Eugenia, es artista, escritora y una referente para la localidad. Tenemos la suerte de tenerla, es tan generosa con nosotros. Es importante desarrollar un proyecto de forma piramidal que responda de arriba hacia abajo. En este caso, La Mumi está en la cima. Todo lo que hacemos es consensuado con ella.
A veces damos paseos por el terreno y nos invaden secuencias vividas o soñadas. Solemos confundirlas. Nos vamos del tiempo presente en un viaje de ilusiones compartidas o secretas. Es mágico. En La Comandancia cada uno vive el momento histórico en el que quiere vivir. Vivir en Villa Urquiza es vivir el pasado y vivir el aquí y el ahora.
—¿Qué significa La Comandancia para Villa Urquiza?
—No lo sabemos. Sí sabemos lo que queremos que signifique.
Además de un paraíso natural que resguarda su esencia más pura y un sitio de interés histórico y antropológico, soñamos con que represente un símbolo de sustentabilidad y conservación de la biodiversidad, y un punto de referencia en la reconciliación con los saberes tradicionales del pequeño productor de campo.
Así también, que el proyecto de visitas a la granja sea vista como una política educativa extracurricular y de vital importancia para el desarrollo de un niño o una niña. En otras palabras, que La Comandancia sea entendida como un aula sin paredes y en contacto con la naturaleza.
Del mismo modo, trabajamos para que se convierta en un enclave turístico que mantenga una filosofía de pensamiento y acción agroecológica.


—¿Qué los inspira?
—La vida.
Esta es nuestra manera de rebelarnos y vivir fuera del sistema, sin negarlo. No por mera rebeldía, sino porque el modelo de producción hegemónico no resuena con nosotros.
Hace tiempo tenemos una forma de subsistir a contrapelo de lo que el capitalismo propone: la especulación, la industria extractivista, la búsqueda de la máxima ganancia.
Aceptamos este estilo de vida con todo lo que eso implica porque no nos servimos de un sueldo fijo y nos sustentamos mayoritariamente con lo que producimos en este suelo.
El modo en el que nos educaron a Fernando y a mí formó una posición política que valoramos y sostenemos como bandera. Esto incluye, de cajón, el cuidado del hábitat y el trato amoroso con los animales.
La coherencia y la dignidad son fundamentales. En cuanto a eso, esta elección existencial me tiene relajada. Sé que mis ancestros y mis hijos me están mirando. Son las miradas que realmente me importan.
Personalmente, mi nieto Theo es el niño que más me motiva.
La abuela de Fernando, Nathalie, y su modo de ver es también de nuestras principales fuentes de inspiración. Desde que se afincó en La Comandancia pobló el terreno baldío de tipas y cipreses, sembró plantaciones de limones y naranjas que venían en barcos, y armó un jardín al estilo francés con canteros y flores que se llevaban a la Iglesia. ‘Donde hay flores no entra el diablo’, solía decir. Poco tiempo después del nacimiento, su hija menor, Hillary, falleció de neumonía y su vida cambió por completo. Se tuvo que mudar y La Comandancia dejó de ser lo que ella soñaba hasta que llegamos nosotros para recuperar esa esencia botánica y ornamental que tanta vida da. Hay un poema de su hija mayor, María Eugenia, que dice: ‘Busqué mi casa, me pareció callada como después de llorar por los despojos de lo que antes fue naturaleza fuerte. Vencida del presente que nos dejó la nada, busqué afanosa dónde apoyar mis ojos con fe y valor para vencer la muerte’.
Me sucede que mientras más envejezco, más quiero parecerme a mi niña. Anhelo honrar los conocimientos que mis padres me enseñaron, a mi tía Rita y su mermelada, a mi abuela Porota y su huerta, y a mi abuela Pila por el rol que cumplió en la escuela. Todas esas situaciones me quedan muy cerquita y son de lo que estoy hecha.
El aire respirable, el sol que entra por mi ventana, el verde que me rodea y la lluvia sanadora son mi traje preferido.
Fernando y yo somos hemos aprendido y seguiremos aprendiendo, transmitiendo y reeducando a futuras generaciones, influenciados por la lealtad innegociable a quienes nos inspiraron.

Otro hito, 150 años después
A 45 minutos de Paraná, aguas arriba, junto al río, se erige Villa Urquiza, con pasado histórico dado que allí funcionó la primera colonia agrícola-militar de la Argentina. Desde la ruta nacional 12 hasta el casco céntrico, un camino de alfombra mágica, ondulado por los accidentes del terreno, se regala al visitante. Esa entrada, con campos a diestra y montes a siniestra, es una postal de la tranquilidad reinante en la localidad, que supo ser un núcleo de desarrollo comercial y político de alcance regional.
La Comandancia se emplazó como tal en 1876. Su nombre se debe a que allí hubo un polígono de tiro en el que se enseñaba a los jóvenes de la zona, por sugerencia de un comandante, antes de que se instituyera el servicio militar obligatorio. El predio fue adquirido por los Wippich en 1932.
Son veinte hectáreas que constituyen a la ecorregión Espinal. Esas tierras forman parte de una subcuenca hidrográfica con afluentes tributarios al río Paraná y a la cuenca del arroyo Las Conchas. Limita al sur con el Parque Escolar Enrique Berduc y se encuentra en una zona de amortiguamiento o buffer ambiental, un colchón de protección que la rodea con el objetivo de resguardarla del impacto negativo externo. Esto le permite, justamente, amortiguar los efectos de actividades humanas que podrían dañarla; regular el uso del suelo, autorizando actividades sostenibles como turismo controlado, agricultura de bajo impacto o educación ambiental; y conservar la biodiversidad, creando una transición entre la zona altamente protegida y las áreas de mayor intervención humana.
La casa en la que hoy viven Ana Maslein y Fernando Moni Wippich fue construida en 1936 por don Ángel Marchiori y su fase actual por Delfino Dreizigacker. De líneas sencillas, clásica, con reminiscencia colonial, rodeada de árboles, está ubicada en la parte más alta de una loma frente al río. La vista es única.
Actualmente, funciona el emprendimiento agroecológico La Casita Verde. La edificación se encuentra a unos 400 metros de la tranquera de acceso por calle Primera Colonia Agrícola Militar Las Conchas. Sobre su ala derecha, se extienden la sala de elaboración denominada Fábrica de Nubes, los corrales, el gallinero y un espacio para ordeñe. En la misma dirección y en diagonal, a unos 30 metros, el almacén agroecológico llamado Gramita. En el ala izquierda, la huerta en la que cosechan verduras para consumo propio.
A esa constelación se añadirá un lucero. En breve, comenzará a desarrollarse un proyecto de granja educativa destinado a escuelas primarias. La experiencia abarcará el despliegue de un circuito desde el sector productivo hasta el bosque.
Son bocetos de una ciudad a escala, sustentada en una cultura que puede ayudar a cambiar la idea que tenemos del mundo que habitamos.

Un soñar despierto
La existencia de Ana Maslein se ha vuelto un punto de encuentro en el que se imbrican nociones pretéritas y actuales del tiempo y el espacio.
Todo cristalizó cuando advirtió que con retazos de quimeras de quienes la antecedieron podía escribir una historia futura, en la que se representaban y podía proyectar sus propias aspiraciones.
Ese legado plural que ha ido recogiendo en canastas floridas mientras se preguntaba qué hacer con su vida, la ha orientado en la construcción de un área multidimensional, que en realidad es un delta, una zona de pasaje de memorias que pugnan por una convivencia más armónica, sin explotación.
El sector de corrales, las salas de ordeñe, el ala de producción de alimentos, el almacén de atención al público y la granja educativa son universos con su propia lógica y sin embargo integrados a una microgalaxia que le late por dentro.
Ana confía en su intuición. Cree en que el acto de emprender le imprime un impulso decisivo no sólo a la materialización de los planes sino también a su última escritura.
Curiosa, dedicada, lo que aprende la conecta con los ritmos de la naturaleza, que es siempre la misma y a la vez siempre original.
Esa esencia que echó raíces en tiempos inmemoriales la agita, así como la relaja la experiencia de aroma silvestre en medio del monte, donde el pasado y el presente se alían bajo tierra para indicar un camino en medio de la confusión.












