Un encierro con mil ventanas

25 octubre 2025 13 minutos
Redacción

Con el libro En la escuela no hay injusticias, la investigadora entrerriana Gretel Schneider transforma en texto abierto una experiencia de dos décadas como extensionista universitaria, en la cárcel de Paraná. Sobre él confluyen un cauce de imaginarios múltiples en relación a la educación: el de los privados de libertad, el de la sociedad a la que pertenecen y el de la academia, inspirador de reflexión.

Le hubiese gustado encarar la entrevista desde otro lugar. No es que quedó disconforme con el contenido de las respuestas. Era el tono lo que le producía extrañeza. Debió ser algo más familiar, más coloquial, se repetía, menos académico, tal vez. No sabía bien.
La inquietud le surgió mientras repasaba viejas fotos digitales, tomadas en la cárcel de Paraná. Se detuvo particularmente en una de ellas. De menor a mayor profundidad de campo, emergía de la memoria esa mesa improvisada con un tablón asentado en caballetes; los papeles desparramados por la brisa del programa al aire; los vasos plásticos como estandartes de la radiofonía comunitaria; ella, involucrada en la locución. En el fondo, una jirafa de parlantes estiraba el cuello como si se desperezara.
Llamativo valor el del tiempo, pensó, subvierte el caos con una falsa sensación de orden, simula explicar lo indescifrable, altera elementos narrativos para que fluya en un relato aparentemente cierto.
Mientras se abstrae, en su mente se impone la nitidez de algunos primeros planos existenciales: el inesperado rechazo de un proyecto sobre un área temática en la que se venía formando, la sugerencia de que vire de rumbo, el encuentro con un nuevo grupo, el vuelo de ave buscando corrientes propicias para planear, el regreso a tierra para que suceda el toque sobre la primera ficha del dominó que irá derribando las demás. Y en esa montaña rusa sensorial, el colectivo de la línea 8, cartel amarillo, dejándola en la puerta de la cárcel para delinear en conjunto lo que más tarde será un proyecto de Extensión y para definir el curso de su graduación universitaria.


Mientras pendula de una pregunta a una incerteza, el mundo gira sobre un eje de codicia. Tiempo es dinero. Todo se concatena dentro suyo y se disuelve: la infancia y juventud en Crespo, la llegada a Paraná para estudiar Licenciatura en Comunicación Social, la convidada especialización, la docencia universitaria en el área de Comunicación Comunitaria y de Educación No Formal, los artículos sobre comunicación, educación popular y etnografía.
Es viernes. Al almuerzo ligero le siguió el refugio en el patio. Cerca de ahí, un vecino escucha música clásica y come mandarinas. En la vereda los fresnos preparan una mudanza de estación.
Al conectar con sensaciones presentes, cayó en la cuenta del hogar conformado, de las metas alcanzadas, del lugar simbólico que ha ido construyendo desde las fronteras académicas. Las imágenes se yuxtaponen, alborotándose. De pronto, se llenaron de rostros e identidades inolvidables con los que se relacionó en el penal y de conversaciones distendidas, de entrecasa, en las que debió maniobrar ante el prejuicio ciudadano promedio contra aquellos infractores que fueron aprehendidos, condenados y encerrados.
Ahí entendió que el desasosiego que experimentaba por el estilo de las respuestas era parte de una situación imposible de resolver por ella misma, porque estaba irresoluta en los hechos. Justamente, en la zona de la cultura donde se entrecruzan el pensar académico, las ideas sociales y los anhelos y frustraciones de los privados de libertad es donde está librándose la batalla de sentido que la involucra.
En ese proceso repleto de historias mínimas que confirman que el esfuerzo vale la pena, la entrevista haría su parte y las 243 páginas del libro En la escuela no hay injusticias. Una etnografía de la educación en contextos de encierro se encargaría de la suya. Mientras tanto los nutrientes de una pedagogía del afecto seguirían goteando consuelo del programa de Extensión La UNER en Contextos de Encierro.
A esa hora del día es tarde para amaneceres y demasiado temprano para estrellarse en los cielos. Justo entonces otro torbellino la dejó en suspenso. La condición humana a la baja, la naturalización del espanto, el odio que aniquila el arte de la conversación, el sueño conciliado con fármacos beben una pócima de desenfreno breve junto a postales de la familia de origen siempre presente, las infancias y adolescencias huérfanas aunque estén rodeadas de gente, los amigos de la vida, las malas decisiones, el acierto de acercarse a maestras, la familia formada, el diferencial de oportunidades, la pertinaz apuesta de los que creen en que pequeños gestos pueden cambiar el mundo. En un suspiro, lo pretérito, lo actual y lo por venir se vuelven una atmósfera placentera, pese a los desconsuelos de época. Un espacio comunitario para construir una educación/comunicación que libere. Una isla de Utopía con los pies en el territorio.
“Doctora Gretel Schneider, ¿arrancamos con la entrevista?”, propuso Tekoha. “Sí, dale, ya es tiempo”.

–¿Con qué se encuentra un lector que abre En la escuela no hay injusticias?
–Cuando abrís este libro te podés encontrar con una travesía, con una etnografía que es mi experiencia vivida sobre la educación en contextos de encierro. El libro está basado en el tiempo de trabajo de campo, dos años, que pasé compartiendo junto a la comunidad de la Escuela Primaria de Jóvenes y Adultos Nº 27 “Vicente Fidel López”, que funciona dentro de la Unidad Penal Nº 1 de Paraná, Entre Ríos.
Lo primero que aparece es la voz de los propios estudiantes: varones privados de libertad que luego protagonizarán muchas escenas cotidianas en los pasillos, las aulas, las fiestas escolares, la espera en las requisas e irán tejiendo sentidos de justicia, democracia y respeto en un espacio que, paradójicamente, convive con la cárcel y sus lógicas de control.

Medular

–¿Qué tanto dice de lo que contiene la combinación del título y el subtítulo En la escuela no hay injusticias: una etnografía de la educación en contextos de encierro?
–La frase expresiva del título proviene de la voz de un estudiante que escuché. Le encontré sentido. Luego volvió a ser dicha, lo que me confirmó que era un sentido compartido y condensa un sentido vivido.
En el título esta frase funciona casi como una consigna o declaración: la escuela se experimenta como un espacio donde puede ser posible lo justo, en contraste con la cárcel y sus jerarquías y también con sus historias de vida, signadas por la desigualdad.
El texto etnográfico suele ser titulado con palabras de los propios protagonistas ya que la teoría de los actores sociales es lo que este enfoque busca y privilegia. Entonces, el subtítulo aporta el anclaje académico, sitúa el texto en una tradición metodológica y de investigación (la etnografía), en un campo específico (la educación), y en un escenario concreto (la cárcel).

–¿Cómo opera el título En la escuela no hay injusticias, es una provocación intelectual y política o la declaración de un principio que los prejuicios no nos permiten avizorar del todo?
– Las dos cosas. Por un lado, es una provocación intelectual y política porque tensiona el sentido común. Desde los reproductivistas venimos analizando a la escuela como un dispositivo que expulsa, deja afuera, busca homogeneizar y suprimir la diversidad.
Y además, en una cárcel, donde las desigualdades se profundizan, afirmar que “en la escuela no hay injusticias”, es una frase para polemizar que en principio invita a detenerse, a mirar con otros ojos lo que sucede en ese espacio, a discutir cómo pensamos la justicia y la educación, nociones que en el libro se desarman desde el principio hasta el final, ya no como ideas abstractas sino como significados a partir de los sujetos y sus experiencias de vida.
Mi intención fue interpelar a quienes miran desde afuera y quizás ni imaginan que en las cárceles hay escuelas, y también, en el ámbito académico en el que trabajo, descolocar frente a una declaración que parece paradójica por donde se analice, antes de entrar a la lectura.
Entonces, el título juega en ese doble filo: es un desafío para quien lee desde afuera y es un principio enunciado desde adentro. Una ambivalencia que me pareció potente y a su vez una contradicción como toda aquella en la cual se construyen las preguntas antropológicas…

–¿Qué relación existe entre el contenido concreto del libro, la investigación realizada y el trabajo de extensión al que estás incorporada desde hace dos décadas?
–La relación es directa y orgánica. El trabajo de extensión en la cárcel fue el punto de partida: allí, hace veinte años, comenzamos desde el Área de Comunicación Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación (UNER) con Lucrecia Pérez Campos y un grupo de estudiantes como yo a entrar desde la universidad con talleres de comunicación y radio, y ese vínculo nos permitió conocer la vida cotidiana detrás de los muros.
La extensión es la práctica que me abrió las puertas y me permitió construir un vínculo y la confianza y la sistematización de esa experiencia me fue habilitando a hacer preguntas. A este puente lo fui construyendo con Lucrecia y también con Patricia Fasano. De esa experiencia surge la investigación junto a mis maestras que me han ayudado a escribir, a pensar, a crecer…
La tesis que da origen al libro se apoya en un recorrido de campo largo, posible solo porque existía un trabajo colectivo previo con estudiantes, docentes, con la escuela, con la institución penal y el compromiso sostenido del Área de Comunicación Comunitaria.
La etnografía fue la manera de profundizar lo que la extensión nos venía mostrando: cómo se vive la escuela y lo educativo en la cárcel, qué sentidos construyen los propios estudiantes, qué tensiones y posibilidades aparecen allí.
No es un producto separado, sino la continuidad escrita de una práctica universitaria situada: extensión, investigación y docencia se entraman en la misma experiencia. Y creo que eso también dice algo de cómo pensamos la universidad pública en Argentina: como un espacio que no se encierra en el aula, sino que se vincula con los territorios y produce conocimiento con las comunidades.

Caminos

–¿Por qué procesos pasó la frondosidad de una experiencia que es académica pero también existencial hasta alcanzar la versión final que se incluye en el libro?
–En lo existencial, fue un recorrido íntimo y desafiante como todo trabajo de campo etnográfico. Luego, la escritura del libro atravesó varios procesos e interlocuciones. Académicamente, significó un largo trabajo de aprendizaje y análisis: el tiempo transcurrido allí, la escritura de los registros de campo, el diálogo con otras textualidades, las discusiones con Patricia, mi directora de tesis, con Lucrecia, con otras y otros investigadores, con docentes de la educación en contextos de encierro.
Fue un desafío imaginar un texto que pudiera dialogar con teorías, antecedentes y debates pero también que intente ser fiel al campo, a la experiencia, a como lo viví, es toda una empresa en sentido ético. Fue un proceso académico, pero también vital y afectivo: escribir el libro implicó ordenar lo aprendido sin perder lo vivido, todos esos ingredientes más el sabor que también me interesaba darle a través de la escritura. La etnografía en su dimensión textual nos habilita a desplegar recursos expresivos, poéticos sin dejar de lado la producción de conocimiento. Es un texto académico que en lugar de borrar la vida, la experiencia, la subraya, le da centralidad.


–¿Qué te aportó la decisión de abordar el trabajo desde la etnografía?
–La etnografía me permitió estar en una escuela en la cárcel desde adentro, siendo una más en las clases, en el pasillo, no como una observadora distante, sino como alguien que compartía las fiestas, los problemas, las negociaciones, lo que se hablaba y también los silencios. Esa decisión me dio la posibilidad de comprender lo que se hacía, cómo se hacía y qué sentían las personas mientras formaban parte de ella.
La etnografía, además, me obligó a ejercer mi propia reflexividad: reconocer mis propios lugares de enunciación, mis emociones, mis dudas, y cómo todo eso formaba parte del conocimiento producido, de la experiencia etnográfica. En la cual se produce conocimiento pero la mayor transformación residió en mí misma y en mi proyecto de desarmar miradas simplificadoras sobre la cárcel y sobre las personas en conflicto con la ley penal.

–¿Qué tipo de inspiración puede ejercer el libro para quienes reflexionan sobre la educación por fuera de lo que ocurre en una institución penitenciaria?
–Yo creo que lo que pasa en la escuela de la cárcel nos habla a todos. Porque si allí, en el lugar más adverso, los estudiantes sienten que en la escuela no hay injusticias, eso quiere decir que la educación tiene una potencia enorme, que la escuela puede ser inspiradora, que sigue transformando vidas.
Tal vez la inspiración es esa: pensar cómo hacer de cada escuela, de cada aula, un espacio donde se reconozca a las personas por lo que saben, por lo que sueñan, y no solo por las etiquetas o representaciones generalizadoras que nos alejan con quienes tenemos en realidad muy cerca.
Y también preguntarnos qué pasa con el sistema educativo. ¿Por qué hay personas que llegan a hacer trayectorias escolares sostenidas una vez que caen en prisión? ¿Qué pasa con la igualdad de oportunidades? Desarmar esos sentidos, como reconocer para qué tipo de “delincuentes” son las cárceles y cuáles nunca llegan a ser apresados.

Ecos

–¿Qué devoluciones has tenido en este año en que el libro ha estado circulando?
–Muchos docentes de la modalidad se identifican con el libro, reconocen sus propias vivencias, las historias de vida de sus estudiantes y con las negociaciones que cuento son necesarias para que la escuela acontezca.
–¿Dónde creés que reside la potencia reflexiva de la experiencia que estás compartiendo?
–Creo que la potencia está en haber puesto en valor las voces de quienes casi nunca son escuchados. Todos los días escuchamos y vemos narrativas sobre la cárcel. De esto se opina desde afuera y con prejuicios. Este trabajo da lugar a quienes habitan ese espacio, mostrando cómo significan la escuela de la ECE, qué esperan de ella y qué expectativas construyen a partir de esa experiencia, todo lo que se va abriendo, todos los mundos.

–¿Qué pasó con el libro puertas hacia adentro y hacia afuera del penal?
–El libro circula. Adentro del penal fue como un reflejo: muchos estudiantes me dijeron: eso que escribiste es lo que vivimos, y creo que eso me reconforta, sentir que sus historias están escritas para ellos tiene otro valor.
Afuera, el libro circula en la universidad, en congresos, en espacios educativos, y ahí la sorpresa fue otra: mostrar que en la cárcel no solo hay violencia, también hay escuela, vínculos, aprendizajes. Eso ya es un montón, que sea un convite a mirar ese mundo desde otro lugar y a entusiasmar a docentes que se acerquen a la modalidad, a trabajar allí, a enseñar allí.


–¿Cómo te vinculaste con el proyecto de extensión y con la comunicación comunitaria en general?
–Mi vínculo con el proyecto de Extensión comenzó en 2005, cuando era estudiante de Comunicación Social y me sumé al Área de Comunicación Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación (UNER). En ese espacio se estaba gestando la idea de llevar talleres de comunicación en la cárcel, y desde entonces integramos un equipo que creció, se diversifica y se sostiene a lo largo del tiempo, coordinado por Lucrecia Pérez Campos.
La comunicación comunitaria fue la perspectiva que nos permitió pensar esos talleres no como actividades aisladas, sino como procesos colectivos, de diálogo de saberes, donde lo importante no era solo producir un programa de radio o un periódico, sino crear un espacio de encuentro, de palabra y de reconocimiento. Ese ejercicio no es más que práctica de la ciudadanía, de la democracia.
Los talleres de comunicación, la radio Chamuyo en este sentido han sido también mi escuela: me enseñó que la comunicación es posible más allá de lo unidireccional, que se construye en lo común, y que puede ser una herramienta para transformar realidades y ampliar derechos.
En los últimos años venimos trabajando desde la comunicación comunitaria en los talleres en las dos unidades penales de Paraná, la de varones y la de mujeres. Somos un equipo de mujeres docentes, estudiantes y graduadas de comunicación, de educación, de gestión cultural, de trabajo social junto a una actriz, directora y dramaturga que es Paula Righelato. A los talleres de comunicación los complementamos con ciclos culturales de teatro, junto al Consejo Provincial de Teatro Independiente, para alimentar la experiencia de ser espectadores. Contamos con el apoyo de la Secretaría de Cultura de la Provincia y trabajamos coordinando con las áreas educativas del Servicio Penitenciario. Desembarcamos cada semana, vamos emprendiendo procesos a partir de los deseos de las personas privadas de libertad y cada año las producciones resultan muy creativas, distintos unos de otros… siempre viajes diferentes, siempre nos sorprende lo que podemos hacer con tan pocos recursos pero enfocados en qué y cómo queremos contar, compartir, llegar a otros.

–¿Afecta el ahogo financiero al que está siendo sometida la educación superior?
–Claramente. Hoy atravesamos una situación universitaria muy difícil: los recortes presupuestarios y la falta de recursos impulsados por las políticas del gobierno de Milei ponen en riesgo funciones centrales de la universidad pública, como la Extensión y la Investigación. Los equipos que trabajamos en territorio -en cárceles, en radios comunitarias, en escuelas- sostenemos los proyectos a pulmón, con mucho compromiso, pero sin las condiciones materiales necesarias.
La paradoja es que, justo cuando más se necesita una universidad vinculada a las comunidades y capaz de producir conocimiento situado, se restringen los fondos y se deslegitima la tarea.
Defender la extensión y la investigación hoy es también defender el derecho a una universidad pública crítica, inclusiva y transformadora.

–¿Cómo fuiste siendo interpelada por la etnografía hasta aceptarla como una forma de entender el mundo?
–La etnografía me fue interpelando de a poco, primero como método de investigación y después como forma de vida. En los inicios le veía la utilidad de registrar lo que pasaba para ir planificando los talleres e ir observando nuestra propia práctica en los talleres de comunicación.
Luego, estudiando y aprendiendo de Patricia Fasano, comprendí que la etnografía no es solo observar: es involucrarse, dejarse afectar, reconocer que el conocimiento se construye en relación con otros, seguir la propia intuición, que no se trata sólo de intelectualizar.
Ese tránsito me llevó a aceptarla como una forma de entender el mundo, porque me enseñó a habitar las contradicciones, a escuchar lo no dicho, a reconocer los gestos y silencios, a valorar lo cotidiano como un espacio cargado de sentido.
Es “una ética de la presencia”, dice Phillipe Bourgois, y otra maestra, Rosana Guber, diría: “es un modo de estar y de mirar”.

–¿El libro se inscribe en alguna tradición o es parte de una historia que está escribiendo sus primeros capítulos?
– Más que en tradiciones, este libro es producto de muchas grupalidades o colectivos académicos. Como ya dije, del Área de Comunicación Comunitaria y el equipo que trabajamos en las cárceles.
El libro forma parte de la colección Antropología y procesos educativos, de Miño y Dávila, que dirige Diana Milstein. Muchas de las investigaciones que integran esta colección han sido discutidas en el marco de las Jornadas sobre etnografía y procesos educativos que se realizan una vez al año en el Centro de Antropología Social del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), en CABA. Estas jornadas son como talleres de lectura y escritura etnográfica, nos reunimos a discutir borradores y aprendes de los comentarios y sugerencias de tus pares.
También este trabajo y mis posteriores artículos de investigación se enmarcan en el grupo de investigación “Etnografía de la educación y la comunicación popular”, del Instituto de Estudios Sociales (CONICET-UNER), donde producimos etnografías de diversos territorios culturales de Entre Ríos, reconociendo que la provincia cuenta con mucha riqueza y un patrimonio inmaterial valioso, auténtico.

Miradas

–Por fuera de los saberes académicos, ¿qué sentís que has aprendido en estos veinte años, en qué te transformó a vos la experiencia de trabajar en este equipo?
–En muchas cosas, pero sobre todo que la comunicación es más escuchar que decir y que compartiendo un tiempo y un espacio, mirarnos a los ojos, poner en común, emprender algo juntos es la oportunidad para diluir prejuicios, jerarquías, para encontrarse.
Y que la comunicación y la educación van siempre juntas, porque vamos teniendo el desafío de entendernos, de acordar, de negociar y así nos vamos transformando. Y también que el derecho a la educación depende de muchas voluntades: estatales, políticas, institucionales y hasta personales, de quien tiene la llave de una reja para dejar salir hasta la escuela.
Ya lo dijo Freire, en la educación hay esperanza. Y esta certeza que confirmé en mi experiencia me lleva a una convicción: defender la escuela en la cárcel es defender la educación en todas partes.

–¿Qué sensaciones te invaden cuando mirás el camino recorrido desde tu graduación?
–Que el tiempo pasa muy rápido y que siempre estuve acompañada de maestras, de pares que me fueron enseñando y fui aprovechando cada oportunidad para aprender.

–Sobre el libro, luego de las devoluciones, ¿sentís que hay una segunda parte en ciernes?
–El trabajo de producción de conocimiento continúa, ahora sobre las formas de comunicación, las fronteras comunicacionales en los espacios educativos en los espacios de encierro punitivo, algo que ya venía mirando pero que ahora estoy haciendo en profundidad, un poco buscando escribir sobre la comunicación en las culturas populares locales. En eso estamos, vamos viendo.

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