Con el filme El infierno de los vivos, el director Alberto Gieco afronta satisfactoriamente el desafío de llevar a la pantalla una historia real, sobre una problemática actual como los abusos intrafamiliares, sin renunciar a las claves fundantes del lenguaje cinematográfico. Una narración ágil, envuelta en una poética que integra las imágenes, las músicas, las tramas sonoras y las situaciones dramáticas, condensa la atención de un espectador que por un acto de magia es convertido de observador a protagonista.
La atmósfera de interesado silencio con que la platea siguió la avant premiere de El infierno de los vivos, en el Cine América de la capital santafesina, encuentra su razón de ser en un muy buen número de aciertos a la hora de contar la historia que protagoniza la paranaense Cielo Eberhardt.
Filmada en las localidades de Santa Fe, San José del Rincón y Santa Clara de Buena Vista, la obra cuenta las vicisitudes de una joven abusada por su padrastro que decide no consentir el atropello y denunciarlo. Lo inquietante de la historia es que, por distintos motivos, su madre y su padre biológicos no la acompañan.
Gracias a la manera en que la discursividad fue construida, el relato vira y ya no se trata entonces sólo de una adolescente ultrajada por la pareja de su mamá, sino de una metáfora de la orfandad en la que vive un ejército de jóvenes que no encuentran en los adultos de su entorno ni en las instituciones específicas la compañía que necesitan, el cobijo preciado en circunstancias decisivas.
La película bien pudo llamarse la soledad de Mariana. El personaje decide caminar un tramo juvenil de su vida por una delgada cornisa, ante quienes, a cada lado, por distintos medios y con diferentes estrategias, la intentan convencer para que regrese sin más al entorno que la violentó de manera inaceptable o la procuran ayudar, pero no pueden, porque el sistema regulatorio privilegia la determinación de aquellos familiares que en este caso no están dispuestos a romper la telaraña de iniquidad.

Uno de los méritos de la película es haber modelado con claridad el lugar desde donde se iba a contar, en un contexto repleto de tentaciones expresivas. En efecto, Gieco eligió enfocarse en la experiencia de Mariana, en lo que ella siente, en lo que enfrenta, en lo que cree, en la profundidad cotidiana de su desamparo, en su inexplicada esperanza. Lo hace sin entrar en detalles innecesarios, sin recurrir a notas al pie de página, sin subrayar en demasía. De los mundos que la rodean a la protagonista muestra sólo filminas evanescentes que ayudan a entender la densidad de los retos que afronta.
En ese sentido, El infierno de los vivos es una acuarela itinerante en la que las dimensiones sutilmente semblanteadas incorporan la sensibilidad y la trayectoria vital del espectador que, de pronto, en medio de la sala a oscuras, se asoma a situaciones que termina de completar en su interioridad.
Gieco filmó una película con una materialidad evidente, pero resonó de manera singular en cada uno de los asistentes a la gala, en función de una serie de decisiones que tomó como narrador y que se intentará ponderar.
Hay un contrato de comunicación que Gieco suscribe allí con el espectador, que esculpe el sentido último de lo que está viendo con la información que porta y hasta con su propio testimonio. Con la habilidad de un sastre experimentado, en El infierno de los vivos el director cose las piezas con hilos ocultos y auspicia la irrupción de conexiones que se activan en base a la enciclopedia del auditorio. Es cierto que es un fenómeno que ocurre irremediablemente ante cualquier obra de arte: lo destacable en este caso es que al efecto se lo procure desde el oficio del narrador, como parte de una estrategia de involucramiento.

En la escritura del guion y detrás de la cámara, Gieco demuestra no sólo que no ha leído ni ha visto cine en vano, sino que ha analizado los planteos, desmenuzado las decisiones y estudiado la eficacia discursiva de las políticas de enunciación. Esa erudición heredada de la cinefilia atraviesa como una brisa la película, desde la presentación a los créditos, la refresca, la guía también, mientras modela un germen de estilo personal, hipótesis que podrá ser puesta en tensión en futuras realizaciones.
Ese puede ser uno de los secretos de este filme, la explicación de la atención con que fue seguido por una platea exigente: mientras se proyectaba una obra cinematográfica de producción regional, en la primavera del 2025, cada butaca en una sala con tradición vinculada a cierta resistencia estética y política, se convirtió en un nodo sensitivo que pudo haber conectado con redes significativas, personales, con lo vivido por cada cual, lo escuchado, lo leído, lo visto, lo pensado y lo sentido.
Había una abstracción vaporosa y densa en la sala, propia de quien está conversando consigo mismo, inspirado en una charla ajena. Como un sistema de cajas chinas, la galaxia entrañable de Gieco puso a rodar la victrola interior de los espectadores. Una de las maravillas del cine.

Lenguajes
Interesa insistir en que hay en esa escritura del guion un trabajo de orfebre repleto de definiciones conceptuales, que pueden no distinguirse del todo ante la evidente simpleza con la que la narración sucede. Podemos continuar con la enumeración.
La poética de El infierno de los vivos está asentada en la economía de recursos verbales y en la integración lírica de escenas barnizadas de belleza visual y musical con otras por donde se va contando el núcleo duro de la historia. El filme exhibe esa convicción secreta: hay un vértigo abismal que se genera cuando el narrador resuelve no apurarse, cuando al director no le angustian los silencios fecundos, cuando no piensa las pausas o los momentos en blanco como irremediables tiempos muertos. Gracias a esas burbujas, respira el alma del aficionado al cine, que de pronto es invitado a contar en simultáneo: el filme se adueña del espectador que a su vez se apropia de la historia.
Por otro lado, hay un trabajo meticuloso que se intuye en la dirección actoral, cuya premisa parece ser evitar que se tropiece con la piedra de lo obvio, sacar provecho de la polisemia del gesto para que el sentido de la escena se siga desplegando puertas adentro, en la sensibilidad del público.
Digámoslo de otra manera. En El infierno de los vivos las performances de actores y actrices tienen una razón de ser: que la historia prospere. La cámara no busca la irrupción de una genialidad en el set; el director pareciera haber entendido que cada día de filmación es un fotograma más que hará su contribución en función de una panorámica porque el conjunto es más significativo que cualquiera de sus partes. Desde ahí, cada escena es una propuesta inscripta en clave coral, una frase en el pentagrama sereno de planos y secuencias, y es presentada desde esa visión global.
Este principio narrativo, que es una de las verdades expresivas no enunciadas en El infierno de los vivos, elude el impulso a la sobreexplicación, lo que suele deformar los nervios organizadores de un relato: no pontifica sobre los vericuetos institucionales que debe atravesar una denunciante de abuso, no polemiza en torno a las nociones de familia de la cultura dominante, no editorializa sobre lo que ocurre en los refugios para víctimas ni propone cambios en las normas vigentes. Se enfoca en lo que vive Mariana. Allí, el mensaje encuentra una ventana desde donde volar, hasta universalizarse.

Estaciones
La situación de abuso en el filme es exhibida como una demostración de la deshumanización en la que discurre la época, que tiende a convertir a las personas en víctimas de algún atropello intolerable, en general, tolerado. Nos toca vivir un tiempo caracterizado por un ejercicio impiadoso de la crueldad de los mínimos detalles, un ciclo donde se ha naturalizado la violencia interpersonal como forma de interacción cotidiana, una encrucijada que se regocija en la posibilidad irreflexiva de dañar al otro, el triunfo de quienes guerrean sobre los albañiles de la belleza. En esa especie de ruleta rusa, si alguien sale ileso es por puro azar.
Producido el desenlace, Mariana va, sola, sin rumbo definido, sin aliento más allá de la brasita que le humea por dentro. La postal desconcierta. La metáfora pareciera ser que hay que volver sobre los pasos, desandar el camino; no darse por abatido, insistir hasta que el sendero se vuelva propicio, hasta que cambie el paisaje.
Ese cierre de la película, sin moraleja explícita, sin final feliz ni condena expresa, desapacigua la inteligencia del espectador. La inquieta. La incomoda. Gieco no quiere que cuando se enciendan las luces la experiencia del filme se clausure.
Al contrario, deja abierta la posibilidad de un diálogo que empiece a ver cómo reparar. La historia vista y oída, sentida, reclama una charla sincera que no se esconda en posturas antojadizas, sino que acepte que algo de esta maquinaria que nos involucra está produciendo una anomalía cultural enormemente dañina que a la vez nos arrastra y nos humilla, como víctimas, como victimarios o como cómplices.
La película El infierno de los vivos no recurre a recetas para salir de semejante laberinto, pero la amorosidad que el tratamiento trasunta puede ser un muy buen punto de arranque para cualquier estrategia que tienda a recuperar el terreno de humanidad perdido.
Mucho más que dos
El elenco de la película está compuesto por Cielo Eberhardt, Esteban Meloni, Iride Mockert, Ruy Gatti, Chola Almirón, Caterina Guimarans, Silvana Montemurri, Luciana Tourné, Anika Bootz, Lucila Tell, Vicente De Stéfano, Lola Maglier, Avril Ruiz, Libertad Rosado, Fanny Martínez, Sebastián Santa Cruz, Chiara Magalí Guardone, Ruben Von Der Thüsen y la Fanfarria Ambulante.
En “El infierno de los vivos”, Gieco es guionista y director; la novela en la que está inspirada es de Alicia Barberis; Agustín Falco, Azul Sioli y el propio Gieco son productores ejecutivos; el director de fotografía y cámara es Marcelo Camorino; el jefe de producción es Fabricio Barale; la asistente de dirección es Georgina Bocchio; la directora de arte es Betania Cappato; la dirección de sonido es de Mercedes Tennina (ASA) y Ariel Gazpoz; el vestuario es de Nacho Estigarribia; el maquillaje es de Yamila «Guti» Gutiérrez; el gaffer es Maxi Wendler; el montaje es de Iván Fund; la música es de Ariel Echarren. Además, la canción “A la luz del día” es de León Gieco.
En cuanto al equipo técnico, la asistencia de producción la realizan Jaquelina Molina y Octavio Reyes; los ayudantes de producción son Lucila Tell y Milo González; la ayudante de dirección es Clara Sosa Faccioli; la continuista es Eleonora Galarza; el técnico HD es Javier Hick; el 1º ayudante de cámara es Lautaro Martínez; el 2º ayudante de cámara es Rodrigo Stettler; la foto fija y asesoría de prensa es de Juan Martín Alfieri; el video assist es Federico Grassi; la jefa de eléctricos es Jessica Medina; el eléctrico es Nacho Giles; la ambientadora es Josefina Miranda; la encargada de utilería es Natalia Scolnik; el ayudante de sonido es Agustín Pagliuca; el key grip es Germán Irurzun; meritorios en arte son Juana Ramos, Mathias Cristaldo y Nahuel Albarracín.
Las compañías productoras son Muchasiesta Cooperativa Audiovisual, Pato Azul y El Sereno Films. La distribuidora es El Delirio Cine. La fotografía fija está a cargo de Juan Martín Alfieri quien también trabaja prensa y difusión junto a Agustina Domínguez de El Delirio Cine.
Fotos: Juan Martín Alfieri