Con el gesto artesanal de dar vuelta una página tras otra, los lectores de la novela El secreto y la jaula se internarán en decorados y personajes reconocibles, aunque lejanos, de una vasta región que incluye a Entre Ríos. Las alas del relato son Francisco Ramírez y Delfina, unidos en el imaginario popular por una cinematográfica historia de amor.
A lo largo de 170 páginas, Rubén Bourlot propone un viaje a otro tiempo y otra cultura que, sin embargo, no nos resulta ajena porque forma parte de un sustrato identitario que se reaviva sobre todo en la experiencia escolar. A las 37 estaciones de la travesía las llamó El secreto y la jaula, una novela histórica enfocada en Pancho Ramírez y Delfina.
Para el reconocido investigador de la historia regional, el sueño hecho realidad es también una promesa cumplida. Con ese motor, algunos apuntes traspapelados se fueron completando; los fragmentos proyectaron una idea de relato; el coleccionista de historias vio emerger la información que fue atesorando con paciencia de arqueólogo y así, unos y otros ingredientes, leudados por el trabajo editor, constituyeron una obra cuyo destino está ahora en manos de los lectores.
Publicada por Ana Editorial, la novela se presentó en la Sala Antequeda de Paraná, a metros del Archivo Histórico, institución en la que Bourlot trabajó y con la que se lo sigue identificando. Luego del acto, el autor accedió a ser entrevistado por Tekoha.


Bourlot es un lector atento y un comunicador de sucesos no siempre valorados debidamente. Aplicado, productivo, evita hablar de sí. Le incomoda la autorreferencia: la impresión es que se volvería invisible si pudiera cuando a la Historia se refiere, más allá de que enfrenta la polémica apenas se escenifica. Los rituales literarios no le permiten ahora esquivar el compromiso, aunque se advierte cierto pudor en sus respuestas.
Identificado con el programa de la Liga Federal de los Pueblos Libres, hay algo del código Bourlot en El secreto y la jaula: la sistematicidad, la perseverancia y la consecuencia que emplea de manera cotidiana son hilos con los que los relatos fueron zurcidos, sin que se adviertan las costuras.
–En alguna entrevista señaló que una novela de María Esther de Miguel sirvió para que su esposa lo impulsara a pensar en escribir una. Cumplir este “mandato” sugerido, ¿es además una forma de homenajear a su compañera?
–Eso fue alrededor de 2010. Un día me obsequió una de las novelas de la gran escritora entrerriana y me dijo: vos tenés que escribir algo así. Esa sugerencia quedó pendiente. Tenía algo escrito ficcionado sobre el tema de Ramírez y Delfina que, inclusive, publiqué como relatos en algún medio. Sin dudas que es un homenaje a mi esposa, Susana, y a ella está dedicado junto a mis hijos.
–Luego de las de De Miguel, ha habido muchas novelas históricas publicadas. A veces por escritores que se acercan a la historia y otras por historiadores que buscan otras formas de comunicar. ¿Qué dilemas éticos le plantea la escritura de una obra de esta naturaleza, en torno a la veracidad de los datos y los límites de la ficción?
–Lo único que tengo que aclarar es que se trata de una ficción. Podía haberla escrito cambiando los nombres de los personajes y lugares. La particularidad en este caso es que el insumo son hechos y personajes reales, pero también leyendas, mitos y la imaginación, que tampoco es original. El que crea historias ficticias en realidad lo hace a partir de experiencias de vida. Lo que sí traté es de escribir una historia creíble en el contexto de una época, respetando costumbres, lenguajes, paisajes que se corresponden con ese tiempo. Y para eso tuve que investigar.
El género “novela histórica” es porque los hechos y personajes son en su mayoría reales y también fueron investigados.

–¿Cómo fue el proceso de escritura de esta novela? ¿La imaginó tal como quedó desde un principio o cada parte fue encontrando su lugar a medida que la hizo?
–Empezó fragmentariamente. Cuando resolví que podía ser una novela ya pensé cómo podría ser el final, aunque hubo varias alternativas. Luego fui escribiendo episodios con un orden cronológico, por eso cada uno está identificado con lugar y fecha. Después los reorganicé con la intención de que no sea un relato tan lineal. Hay dos historias paralelas: la principal transcurre entre 1818 y 1821-22 y la otra es el “secreto” que sucede en otro tiempo.
–¿Qué sentía que quedaba por decir sobre dos personajes como Ramírez y Delfina, sobre quienes hay tan poca información documental?
–De ambos, principalmente de Delfina, hay muchos vacíos documentales. En el caso de Ramírez lo que abunda es la documentación de su actuación desde 1815 hasta su muerte. De Delfina casi nada. Hay varias leyendas y relatos tradicionales que funcionan como testimonios históricos que se pueden interpretar científicamente. La mayoría de esos están en la novela. Lo demás es ficción, pero en un contexto de época. Quien lo quiera leer como novela puede resultarle entretenida. Si quiere conocer la historia solo puede tomarla como una marquesina pero luego tendrá que ver la película, es decir leer los buenos libros de historia que hay sobre el tema.
Por eso si un docente quiere usar la novela o fragmentos para trabajarla en el aula, tiene que confrontarla con textos de historia.
–¿Por qué razón hizo confluir otros personajes históricos? ¿Qué le aportan a la historia central y a la narrativa?
–Los otros personajes, secundarios en esta historia, son imprescindibles como el caso de Artigas, Anacleto Medina o Monterroso, entre tantos que están estrechamente vinculados a los centrales. De igual modo Tadea Jordán y otras mujeres que no podían faltar.
Hay otros personajes ficticios también y los actores anónimos que necesariamente tienen que aparecer.

–¿Cómo fue inspirada la lectura y la escritura en su vida? ¿En su familia, en la escuela? ¿O siente que ese fervor se originó más tarde?
–La práctica seguro que empezó en la primaria en tiempos que había que estudiar “la lectura” para leerla al frente en voz alta. Para muchos era una tortura, pero la letra entraba así. Después, sin obligación, sí leía. En mi casa no había libros, salvo alguna revista o diario. Mis padres no eran muy lectores; con primaria incompleta. Igual mi madre tenía muy buena letra, algo que envidio. Mi abuelo materno era más lector. Al menos semanalmente recibía por correo el diario La Nación que leía de punta a punta.
Los primeros libros fueron los que los fines de semana podíamos llevar a la casa de la biblioteca de la escuela. Era una escuela de campo de personal único y los libros eran los cuentos de Constancio Vigil o de la colección Robin Hood, esos de tapas amarillas. Por ahí me llegaba algún Patoruzito o similares que compraban en la casa de mis tíos o el semanario Así, ese que chorreaba sangre.
La escritura en la primaria no iba más allá de explayarme con las clásicas “composiciones” tema: “La vaca”.
En el secundario sí tuve más lecturas de libros. Recuerdo leer a Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato, Macedonio Fernández, por nombrar algunos. En la materia Lengua y literatura no había muchos atractivos para iniciarse en la lectura. Con muy buena voluntad la profesora que teníamos intentaba que nos gustara el Quijote, el Mío Cid o el Martín Fierro, sin mayor éxito. Hasta que una profesora trajo un lote de libros de escritores contemporáneos para que elijamos y leyéramos. Ahí llegué a Cien años de soledad y quedé maravillado.
En cuanto a la práctica de la escritura, en el secundario escribía algo de ficción en unos cuadernos que por ahí tengo archivados. En cuarto año, luego de un viaje escolar a las islas Lechiguanas, escribí una crónica de lo que había observado y se la envié, como carta a redacción, a un periódico que circulaba por la zona. ¡Y me lo publicaron! Luego seguí enviando notas que me publicaron habitualmente. Cuando terminé el secundario me contrataron para trabajar.
Es decir que mis primeras escrituras fueron en el lenguaje periodístico. Luego pasé a la historia, y la ficción quedó en algún rincón agazapada.

–¿Hay otras historias en el tintero?
–Sí, hay. Pero por ahora tengo algunos temas pendientes de historia. Estoy trabajando sobre Artigas y los caudillos para un libro colectivo que se va publicar en Santa Fe. También alguna investigación inconclusa que tengo intenciones de retomar.
La ficción quedará para otro momento o para cuando surja alguna idea. Por cierto que nuestra historia es muy rica para ficcionarla.
También tengo dentro de esos apuntes archivados que comenté algunos retazos para desarrollar una ficción que no sería “histórica”, pero por ahora duerme el sueño de los justos.
Finalmente me parece que el cine está en deuda con estas historias, en particular la de los caudillos que tienen esos condimentos épicos -una épica nacional como tan bien explotó Hollywood en su país- que los harían muy atractivos en un filme. Sobre los caudillos, en el caso de Artigas o Ramírez se hicieron series y algunos cortos pero no una gran superproducción. De Ramírez se filmó una película en 1944, una superproducción llamada Centauros del pasado, sobre la cual hice referencias en un artículo en El Diario.