La identidad, un hogar con mil habitaciones

18 junio 2025 11 minutos
Víctor Fleitas

Si la identidad es ese conjunto de rasgos que nos caracterizan frente a los demás, es imposible no vincular el nombre de Alfredo Ibarrola con la actividad musical en su acepción popular, de la que es un referente. Pero la aventura de melodías y arreglos lo ha llevado a caminar por senderos múltiples, por ejemplo, como gestor. El artista no sólo rescató procesos, sino que además los formuló como propuesta, en momentos en que lo colectivo aparece replegado.

Un silencio profundo realza los matices naturales de Aldea Brasilera. No es la ausencia de sonido, el hipotético vacío, lo que llama la atención: esa afonía está habitada, tiene espesura; hace resaltar unos colores vivos diferentes a los de una paleta digital; en un rato se volverá aroma y esta mudez aparente remitirá a un cuchicheo de sabores y utensilios alimenticios.

Cuando el conductor llegue desde Paraná dudará de la certeza de los mapas satelitales. Pensará si resultará posible detener el vehículo y preguntar dónde vive Alfredo Ibarrola, el de la legendaria Alternativa Musical Argentina, el del meritorio Programa Identidad, el pianista y arreglador de Magma.

En cambio, seguirá a tientas sobre la pantalla el celular por el laberinto de calles, mientras de reojo irá auscultando el perfil de casas de una sola planta e imaginará a sus habitantes con tiempo suficiente para cuidar las plantas e imponerle límites a la desaforada gramilla.

En una esquina, el tiempo se detendrá. Y cuando el mensaje de WhatsApp esté por ser enviado, el entrevistado se asomará y saludará a través del vidrio.

La vivienda será sencilla. En su interior, los diálogos llegarán nítidos hasta el rincón aquel donde la araña autómata teje una mañanita de sábado.

No hay prisa. La luz exterior se filtrará, le cuchicheará al dueño de casa que, entonces, se decidirá a mostrar el patio. Allí contará de un viaje a Italia, en el que técnicamente le fue muy bien, pero que le permitió advertir de qué modo su capacidad de florecer estaba atada a estos paisajes del litoral, al abrazo de sus amigos, a la voz de sus afectos, al yin y el yan de melodías y poesías en una canción.

Pensadas en perspectiva, las anécdotas de Ibarrola tendrán un telón conceptual de fondo: la identidad es una hierba silvestre, cotidiana, que justamente por eso no terminamos de valorar, pero que nos define en su infinita variedad.

En torno a una mesa simple, en un espacio de la casa que crujirá a música escuchada y tocada, el mate propiciará la charla. Ibarrola será un viajero por palabras y pentagramas. Estará tentado a pensar que, después de todo, la vida lo ha ido hilvanando para que sus recuerdos sean un devenir concatenado. A un costado, el piano escuchará: será el tiempo del músico y el gestor.

–¿Cómo fue tu contacto con la música? ¿Había músicos en tu familia?

–Tengo el honor de inaugurar el brote de músicos en el árbol de los Ibarrola. Desde entonces, hubo un contagio masivo. De hecho, dos de mis hijos son músicos activos.

Lo que había en casa es un gusto por la música, eso sí. Mi vieja desde la expectativa que tenía en torno a su hijo, vinculada a la posibilidad de ser concertista de piano. Mi viejo era más de escuchar música: lo recuerdo cantando tango, a su manera. No sé bien de qué modo, pero siempre había canciones en mi familia.

Alguna vez me compraron un smoking medio brilloso para una actuación. Me acuerdo de eso. No obstante, pese a que mi formación fue académica, me interesó el arte musical desde otro lugar. Eran carreras largas por entonces, donde se estudiaba una cierta cantidad de años, siete u ocho. Al mismo camino lo hizo luego mi hermana.

Yo seguí esa estela más cerca de las formas populares en una época en que escuchaba mucho folklore, alguito de tango y también repertorios clásicos y de películas, creaciones que instalaba la industria cultural. Más tarde aparecieron expresiones vinculadas al rock, en fin, recuerdo a Pink Floyd, Emerson, Like & Palmer, Los Beatles, Jethro Tull. Todas esas estéticas y armonías influían en mí, pero intentaba no etiquetar mi estilo.

Así, de tocar folklore como solista fui rumbeando para lo grupal. Arranqué con amigos, como Ricardo Mendoza, Horacio Vera o Gustavo Surt, músico y difusor de nuestras cosas, de Chajarí, que estaba haciendo el servicio militar en Paraná, y Osvaldo Aguilar con quien, de una y otra forma, hemos sabido hilvanar una cantidad grande y rica de proyectos musicales desde entonces.

–¿Cómo se llamaba el grupo?

–Canto Nuevo. Era un momento especial, entre 1972 y 1975, antes de la Dictadura.

Luego hubo varias experiencias grupales ricas con Walter Heinze, María Silva, Gito Petersen, Juan Manuel Alfaro, Sergio Petrich, Jorge Mockert, Oscar Pulga Giles. Eran obras integrales, interdisciplinarias. Recuerdo a Canciones al viento, Las puertas o Así en la Tierra como en el hombre, donde los músicos, los artistas plásticos y los poetas nos entrecruzábamos en propuestas inolvidables.

–¿Qué modelo de pianista tenías?

–Escuchaba a Ariel Ramírez. Me encantaba Waldo de los Ríos. Me influyó Rubén Durán. Me habían llegado discos viejos de Alberto Castelar. Y obviamente el pianista de Los Hermanos Ábalos.

Con los años se agregaron otras referencias, como la de Manolo Juárez, Keith Jarrett, Lito Vitale, Bill Evans, por nombrar tal vez injustamente solo a algunos de ellos.

–¿Y la composición?

–Surge con la Alternativa Musical. A Magma me incorporé en 1982, invitado por Alberto Felici y Tata Mockert. Hasta ahí tocaban con Jorge Mockert, un baterista como vi muy pocos en mi vida, que era una orquesta sinfónica. Pero el Tano quería explorar con el piano, a partir de que se vinculó con Carlos Calcina y luego se inclinó por la composición, con la calidad que ya conocemos.

Entonces, en 1982 grabo ese disco retrospectivo de Magma, que refleja toda su producción desde 1974, año en que se formó. Fue en Villa Adelina, en el estudio de Lito Vitale.

En ese contexto, Alberto fogonea la Alternativa y nosotros lo acompañamos, con un ciclo que se hizo en la Biblioteca Popular del Paraná, en 1984, y que se inauguró con una agrupación que lideraba el Chango Farías Gómez. Justo ahí, a mis 32 años, cuando empiezo a codearme con propuestas como la de Manolo Juárez, Dino Saluzzi, el Dúo Salteño, Cuchi Leguizamón, Lito, el Chango o Jorge Fandermole, empieza a surgir la necesidad de volcar a la composición todo lo que había estudiado y disfrutado.

Ya en el segundo disco de Magma mi presencia como compositor es decidida y así se mantendrá, generalmente con letras a cargo de Alberto Felici.

Como parte de un proceso anterior pero que se consolidó durante la pandemia, siento que atravieso una etapa de composición y producción de arreglos que me deja sumamente conforme.

El pasado reciente y el presente me encuentran en la aventura, además, de escribir.

–Qué buen dato.

–Siempre le tuve mucho respeto a la poesía en la cancionística. Me consideraba un redactor solo prolijo, correcto, típico hijo de una docente. Pero, quién sabe, tal vez la necesidad de agregarle a la música otros matices expresivos, me ha llevado a incursionar en las letras, en creaciones que todavía son de consumo doméstico.

Más allá de los resultados, escribir me ha hecho bien: salieron pensamientos y sentimientos que llevaba adentro.

Tiempos pretéritos

–¿Te acordás de la casa paterna, la ubicación del piano?

–Mirá cómo todo se vincula. En noviembre, mi hermana cumplió años. Y le quería regalar una canción. Primero apareció la música. La grabé y se la mandé. Después la escritura se hizo un lugar y, al querer reflejar lo que hemos compartido, aparecieron postales de la vecindad, los amigos, la infancia, la música, el piano, mis viejos.

Así también, de la nada, un día escribí sobre este lugar, Aldea Brasilera, en el que vivo desde hace 11 años ya. El texto refleja mi mundo interior y esta maravilla de residir acá, cuando Paraná ha sido siempre mi ciudad y allí están mis hijos y mis nietos.

–Luego de escuchar tus músicas, se puede intuir que es este silencio lleno de actividad lo que te atrapó de Aldea Brasilera…

–Como compositor, la pausa expresiva, el silencio que dice, me llama la atención y cautiva.

–Hay un paisaje interior que se revela en tus arreglos.

–Mis hijos dicen que lo que hago tiene una nota nostálgica, tristona. Seguramente tendrá que ver con mi forma de ver la vida.

–¿Sos de vivir anclado en alguna etapa de tu pasado?

–No, anclado no. Pero en los últimos tiempos he hecho mucha retrospectiva, para entender mejor. Es cierto que tengo proyectos. Y tal vez allí esté el asunto: me cuesta vivir el presente. Ir por los sueños es de enorme valor, movilizante. El riesgo es que te estés perdiendo lo que va pasando.

Lo asumo como una deuda conmigo: no disfrutar del instante presente por pensar en cómo lograr lo que deseo.

–¿Dónde estaba la casa de los Ibarrola?

–En calle Victoria, entre Misiones y San Luis, justo donde desemboca el pasaje Zuviría. Mi mamá falleció en 2016 y mi viejo en 1994. Él era un personaje fuera de serie, querible, muy de darse, anfitrión. Aún hoy lo recuerdan así.

En esa casa pasaron una cantidad de situaciones que tienen que ver con mi vida musical, cultural o artística.

El piano, que habían ubicado en el living, ahora está en la casa de mi hermana. Es un Micro Breyer. Es de los antiguos, de los económicos. Mi viejo lo compró en la original Casa Breyer que estaba en San Martín, entre España y Alem, que vendía sólo pianos, en esa época.

Ese instrumento tiene cientos de viajes en camionetas y camiones, subió y bajó por escaleras, porque no había pianos y para tocar había que llevarlo. Conoce el Círculo Médico, el Palacio de Educación y una peña que se llamaba Uamá: estaba en un subsuelo en la Peatonal, era del recordado Mono Pressenda. En ese piano tocó Remo Pignoni, Guillermo Zarba y un gurisito de 15 años que era el Negro Aguirre, que apareció en casa un día, en calle Victoria.

Tener un piano en mi barrio era un signo de distinción, sin dudas, poco habitual.

La gestoría

–Muchas veces te han preguntado y respondiste sobre la Alternativa Musical Argentina. ¿Qué te dejó a vos de enseñanza toda esa experiencia?

–Ahora hay incluso una carrera universitaria, pero en aquellos años aprendimos a hacer gestión cultural desde la acción. Confirmamos que si el artista no genera sus propios espacios, públicos y maneras de llevar adelante un proyecto nadie lo hará por él. Sobre todo si el creador ha decidido correrse de los cánones de la industria cultural.

El papel del Estado es fundamental para sostener y fogonear las propuestas, y facilitar el acceso al derecho a la cultura. Pero eso no puede reemplazar a la iniciativa del artista.

La Alternativa nació para generar público, para construir ese espacio de encuentro entre los asistentes y los hacedores. El teatro ha sido precursor de esta concepción: allí, todos tienen que hacer un poco de todo. En la música, aún hoy hay cierta reserva a involucrarse con las cuestiones organizativas. Es un concepto totalmente equivocado que ya la Alternativa vino a cuestionar.

La construcción debe ser en todos los frentes y, aunque solemos ser mejores en un aspecto que en otro, no podemos desconocer en qué consiste el proceso global.

La Alternativa fue un movimiento federal que reunía a personas inquietas de las distintas provincias, que compartían los problemas que tenía Magma en Entre Ríos.

La gestión fue creciendo, se fortalecieron los renglones de la organización, crecieron las exigencias y se complejizó la logística.

–Hablás en pasado. ¿Es irrepetible aquello?

–Quién sabe. No es que pasó de moda; cambiaron los tiempos. Lo que no podemos dejar de ver es que la Alternativa encuentra su explicación más cabal en lo que se llamó la primavera democrática, a comienzos de los 80s. Ese clima social, hoy, es impensado.

En ese entonces había una euforia general, un deseo de participar y una generación entusiasmada, ilusionada, esperanzada. Hoy, la sociedad es otra, muy distinta.

Tampoco quiero idealizar aquel momento: en la sucesión de los encuentros, hubo gestiones que resolvieron no apoyar la Alternativa porque lo habían hecho antes los de otro signo político. Pero lo que nos toca vivir hoy como sociedad es muy diferente y bastante peor, en todo sentido.

–La falta de continuidad de las políticas públicas es una característica bien argentina…

–Tal vez porque no se ve que la cultura es un proceso impredecible, en un punto, porque ramifica y no se puede determinarle límites tan chiquitos como los paraguas partidarios.

–Ubicá en la línea del tiempo a la Alternativa y al Programa Identidad, del que también formaste parte.

–La Alternativa tuvo su época más intensa entre 1984 y 1990. Y en 1997 Carlos Molina me convocó para participar del Programa Identidad Entrerriana, iniciativa que financió el Consejo Federal de Inversiones. Los que estaban a cargo del programa eran Gustavo Lambruschini y Graciela Rotman. Hacia el 2000 o 2001 se discontinuó y se retomó en 2005. Desde ahí hasta el 2011 tuve la suerte de coordinarlo. El programa regresó en 2016, con la excusa del Bicentenario de la Independencia. En 2017 se interrumpió definitivamente.

Lenguajes vivos

–¿Qué destacás de esas tres etapas?

–La manera federal de trabajar, recorriendo la provincia, pero también como criterio de evaluación, para poder identificar a los autores de los proyectos y la significación social de cada uno.

Llegó un momento en que era tanto lo producido que se resolvió hacer selecciones, subirlo a un tren, el Vagón Cultural, y mostrarlo en distintas localidades tanto para que los bienes circulen como para que incentiven a nuevos realizadores. Se visitaron 38 estaciones en ese período, lo que generó un movimiento incesante de personas que se asomaban a producciones de la zona y compartían una riqueza común, pero que también participaban de talleres y charlas.

Era una fiesta, la verdad, lleno de alumnos y estudiantes, de vecinos, de familias, que a la noche confluían en veladas artísticas. En un compartimento del vagón, se montaba una sala de cine para disfrutar de los materiales audiovisuales producidos desde el Programa.

En fin, Identidad Entrerriana fue una especie de plataforma de visibilización de una cantidad enorme de buenas ideas que no lograban financiamiento.

–¿Te acordás de algún ejemplo que nos ayude a hacernos una idea?

–Pienso en Horacio Chino Martínez, músico y trabajador cultural de La Paz. Él tenía un proyecto de aves entrerrianas fundado en una investigación pormenorizada y de años; y se había resignado a que moriría en el cajón de los imposibles. Esa idea suya derivó en un proyecto interactivo, que quedó a disposición de la comunidad.

Lo mismo pasó con tantas historias de la inmigración, del tren, de fiestas populares, de oficios y costumbres, de personajes, que pudieron salir a la luz y circular a escala social.

Realidades

–Mencionaste la circulación…

–Para mí es el gran problema de los bienes culturales, que se producen en cantidad y en buena o muy buena calidad, pero no llegan a quienes lo pueden llegar a demandar. Ese asunto es clave para cualquier manifestación artística y cultural.

Es paradójico que, en tiempos en que las comunicaciones son instantáneas, nos enteremos de un montón de cuestiones innecesarias y no podamos acceder a aquello próximo que nos constituye como comunidad. En los hechos, si a la industria cultural no le interesa, por la razón que fuere, la democratización de esos saberes y experiencias no existe.

Por eso es una pena que los gobiernos, en general, trunquen los proyectos con la excusa de que fueron promovidos por sus adversarios políticos, en lugar de buscar cómo refundarlos y potenciarlos para que la comunidad se siga enriqueciendo con el quehacer de los creadores entrerrianos.

–¿Y qué pasó para que este tipo de iniciativas hayan caído?

–Por fuera de simpatías y antipatías partidarias, no veo que haya un solo renglón de la cultura que no se haya visto afectada nocivamente por esta idea de que el Estado debe retirarse de todo proyecto colectivo.

Tampoco es un asunto que comenzó con el recambio de gobierno ni está circunscripto a la Argentina y mucho menos a Entre Ríos. Hay un cambio en la sensibilidad de una época, que es planetario.

Esto no significa que no seamos capaces de enfrentarlo: tal vez debamos volver a los comienzos de todo, hablar más, escuchar, involucrarnos con lo que el otro hace, como estrategia para reconstruir los lazos comunitarios y reencontrarnos en la multiplicidad de nuestra identidad, que es lo que nos hará nuevamente fuertes de cara al futuro.

La peor decisión es renegar de nuestra singularidad, que se advierte incluso en la cultura diversa de localidades vecinas. Esa variedad de idiosincrasias es un tesoro que nosotros no valoramos y que la cultura global imperante espera borrar.

No tengo dudas de que la dominación de un pueblo pasa por aplastarlo culturalmente, negarlo. Ese es el mayor desafío de nuestra época.

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